“Y a ese barreño invertido lo llaman Cielo,
bajo el que, arrastrándonos encerrados, vivimos y morimos.
No levantes las manos hacia Él en busca de ayuda, porque Él
se mueve tan impotente como tú o como yo”.
(Los rubaiyat, Omar Jayam)
Hay libros que en cuanto los tengo en la mano aprieto el
paso para llegar a casa y empezar a leerlos. Así este. Esperaba con gula asistir desde el butacón al banquete intelectual entre teístas y
ateístas. Pero los platos que Alister McGrath me ha ido sirviendo han resultado
esmirriados y, lo peor, recalentados. Cuando un autor ofrece tanta cita es que
le ha dado pereza entrar en los fogones o que sus recetas (argumentos) no son
muy sólidas. Su gran tema, como el de los defensores de la fe en general, es el
sentido. ¿Por qué estamos aquí?, ¿por qué existe el mundo?, ¿para qué la vida?
Pero, una vez planteado, no tardan un párrafo en buscarlo fuera, fuera de la propia vida, fuera del
mundo realmente existente. Porque para MaGrath, la naturaleza
está ahí fuera, una realidad ante la que extasiarse pero separada de un yo que
la trasciende: yo no formo parte del mundo, lo contemplo, lo admiro, me abrumo
ante su maravilla y deduzco: el mundo es un sistema de signos que me hablan de
su Creador. La belleza del mundo es la belleza de Dios.
El autor se sorprende y se enfada con sus interlocutores,
especialmente con sus dos bestias negras, Richard Dawkins y Cristopher
Hitchens, representantes máximos del llamado nuevo ateísmo. En los últimos
años, los llamados cuatro jinetes del No Apocalipsis, Sam Harris, Daniel
C. Dennett, Richard Dawkins y Christopher Hitchens han propiciado una pequeña
revolución editorial y un nuevo episodio de la guerra entre Ciencia y Religion,
con sus libros: The Moral Landscape How Science Can Determine Human Values,
Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon, El espejismo de Dios y
Dios no es bueno, respectivamente. Se nota el nerviosismo de McGrath cuando
le dicen que el universo no tiene propósito, que no ha sido creado y no ha
aparecido con fin alguno, pero lo que peor lleva es que le señalen que religión y
ciencia son mundos superpuestos sin posibilidad de contacto.
Como describir los
entes religiosos es tarea imposible, metáforas sin referente, el discurso del autor se llena de citas. El principal motor de su argumentación es la
autoridad. Y un gran supuesto, la fe cristiana es un marco conceptual, un
sistema de significación que da sentido al mundo y a la vida y que tiene una
utilidad, afrontar la adversidad. Lisa y llanamente, tapar el gran agujero que al
hombre se le abre cuando se pregunta por el sentido. Como casi todo en la
religión es fe y aseveración, el autor no trasmite convencimiento. Por eso, la
principal objeción que cabe hacerle, si la cuestión es dar sentido, es la del mal en el mundo.
¿Qué sentido tiene la devastación natural, los crímenes provocados por los
hombres, las enfermedades, la muerte?
Comprendo que haya personas obsesionadas por el dilema
Ciencia / Dios y que le dediquen sus mejores afanes, como hay quienes entregan
su vida a demostrar la superioridad de su equipo de fútbol, pero una buena
parte de la población hace tiempo que decidió vivir como si la hipótesis de
Dios fuese una hipótesis innecesaria. He dedicado varias horas al libro de
Alister McGrath buscando alguna señal, un indicio de que me estaba perdiendo
algo, una idea que explotase en mi mente hasta el punto de convertir su
resplandor en pasión. No ha ocurrido nada de eso. McGrath busca ventajas en las
zonas no exploradas, en las virutas de los laboratorios, en las preguntas
insatisfechas, su argumentación es débil, de segunda mano y su pasión no es tan
contundente como para levantar en el lector un gramo de entusiasmo. Lo cual no quiere decir que yo comparta las posiciones maximalistas de Dawkins y Hitchens. La fe es una experiencia personal y como tal no es susceptible de debate público. Crédulos o creyentes, ateos o agnósticos los hombres tienen derecho a perseverar en sus convicciones. Otro asunto es la propaganda y el proselitismo.
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