Se sienta solo, junto a la puerta de entrada al restaurante,
pero en cuanto tiene a alguien cerca, en alguna de las mesas de alrededor, comienza a hablar. De
su antiguo trabajo, por ejemplo. Una sola vez en la vida no se despertó a tiempo para ir a
trabajar. Llamó, se excusó, pero su jefe le dijo que hiciese el turno de tarde, aunque el trabajo
que él hacía no lo podía hacer ningún otro. Él, en general, hacía el turno de
mañana. Nunca faltó al trabajo, nunca se puso malo. Si alguien le da pie, qué tal, qué hizo ayer, qué ha hecho esta mañana, el hombre habla y habla, en voz alta, sin apenas prestar atención a lo que come. Lo suyo es hablar más que ser escuchado o escuchar a los demás, por lo que el interés
de los demás pronto decae. Cuando ya le conocen, lo evitan o le devuelven media
sonrisa para enfrascarse en lo suyo. A nadie le interesa lo que pueda contar, como tantos hay, gente que no tiene con quien hablar, gente que no dice nada porque lo que tiene que decir no le importa a nadie. Gente que pasea solitaria, que come en silencio, con la mirada perdida, envueltos en el mutismo.
“Un huevo microscópico no se había
dividido a su debido tiempo por culpa de algún fallo en una cadena de procesos
químicos, una perturbación diminuta en una cascada de reacciones proteínicas.
Un acto molecular se había expandido como un universo que explota en la escala
más amplia de la desdicha humana. No había crueldad, no era una venganza ni un
fantasma que se moviese de forma misteriosa. Simplemente un gen transcrito
erróneamente, una receta de enzima que se había desviado, un vínculo químico
que se había roto. Un proceso de desperdicio natural tan indiferente como
gratuito. Que sólo ponía de relieve la vida sana, perfectamente formada,
igualmente contingente, igualmente desprovista de objeto. Era una suerte ciega
llegar al mundo con los miembros correctamente formados en su sitio, nacer de
unos padres amorosos, no crueles, o escapar, por un accidente geográfico o
social, a la guerra o la pobreza. Y, por consiguiente, que resultara mucho más
fácil ser una persona virtuosa”. (Ian McEwan, La ley del menor).
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