La de los Jerónimos, la de San Juan de Dios, la de los
Remedios, la de la catedral,
la del Sagrario, adjunta a la catedral. No sé si
he visto tantas iglesias en una sola mañana. En la catedral, enorme y luminosa,
la impropia voz varonil del obispo, que se gusta a sí misma, hace resonar la
piedra de sus muros, pilares y bóvedas, con prosodia moderna pero con el vacío contenido
de siempre. El obispo ordena sacerdotes entre el revoloteo de flashes, mientras
al fondo, separados por un cordón sanitario, los turistas detienen por un
momento su cándida idiotez. Lo que me más me ha llamado la atención ha sido el exuberante
manierismo de los Jerónimos, con sus grisallas, sus pinturas y esculturas
llenando todos los rincones en un intento por sofocar la llamada de la piedra,
con sus hermosos órganos huérfanos de los tubos que se llevaron los franceses,
de cuando la Iglesia era poderosa, tanto como el propio rey. Cuatro veces he
estado en la ciudad, la primera de jovencito, con mi novia de entonces, que
tuvo que volverse rauda a Barcelona atacada por una gran descomposición, fruto
del abuso de las chumberas del Sacromonte; la segunda ya casado, con mis hijos,
cuando el Seat Toledo no cabía por las intrincadas calles del Albaicín y había
que retraer los retrovisores y aun así; la tercera, con N, cuando las cosas
todavía andaban bien; la cuarta ahora en este soleado invierno que no es tal,
con las calles abarrotadas como siempre por el exceso de estudiantes en su año sabático y jubilados,
extranjeros y nacionales, tantos que comienza a ser desagradable pasear por
esta ciudad que para mí tengo entre las tres más bonitas de España.
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