Hay que soltar carrete, dice sonriendo, y tener
paciencia, hasta que se le acaben las fuerzas. La caña no parece gran cosa,
pero asegura que ha pescado doradas de cinco kilos. Está esperando a que llegue su hijo, a ver si tiene más suerte. pero hoy no va a pescar
nada porque la mar está muy movida. Los tres estamos guarecidos tras una roca del viento que viene de
tierra, sobre uno de los escullos que da nombre a la zona. La roca, gastada por
los embates del agua que golpea contra la base, es una plataforma lisa sobre la
que el hombre deja pasar el tiempo. Aparte de la caña, ninguna otra cosa indica
que se dedique a la pesca, ni botas, ni ropa, ni gorro especial. Sin embargo
está de buen humor, habla de la bravura del mar, del restaurante del rumano a
kilómetro y medio de allí, Aquella terraza azul que se ve al fondo. Dice
haber comido allí ayer mismo, que el oleaje batía la mesa donde comía con más
fuerza que hoy. En el restaurante del rumano sirven todo tipo de pescado recién
cogido del mar. Optamos por unos chipirones, riquísimos, y unos mejillones de
cuerpo escaso, acompañados de un verdejo de Rueda. Junto a nosotros dos grupos
de senderistas ingleses prefieren cerveza como acompañamiento. Ahora que leo a
los británicos, me ha parecido reconocer, entre ellos, a un escritor, pero no
estoy seguro.
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