jueves, 17 de marzo de 2016

10. Japonesas



         Dos mujeres hablan en el andén de la estación. Luego sabré que son madre e hija, pero las anchas gafas de la madre me impiden ver en sus ojos la edad. De la hija, es su especial naturaleza lo que hace difícil adivinarla. Es una mujer joven que necesita estar acompañada. La madre habla en alemán fluido, familiar; la hija responde en español, un español correcto pero mal modulado, no porque lo desconozca sino por la morfología de sus órganos sonoros. La conversación poco a poco se va tornando en disputa, contenida pero tensa. Las dos hablan en voz alta, sin importarles que estén convirtiéndose en espectáculo para el resto de personas que espera la llegada del autobús. El discurso de la madre es vivo y ordenado aunque para mi ininteligible, alguna de las cosas que dice la chica suenan a infantiles, cosas que necesita, vestidos, calzado, ropa para vestir muñecas. Cuando la chica se aleja irritada, la madre le explica, ahora en español, a otra mujer –latina- que se ha interesado por lo que pasaba, que ya estaba harta. No, el español no es problema, dice, el idioma forma parte de su actual situación, es que estoy harta, ya tuve bastante con mi exmarido como para tener que vivir esto. Sencillamente no puedo más. El autobús nos acerca a un pueblo famoso: vistas espectaculares al mar desde una tribuna y monumentos naturales. Mientras espero en el andén que ha de llevarme a las cuevas, la chica está sola en el otro andén. Quizá espera otro autobús que le lleve al centro educativo del que hablaba su madre. Está tranquila, pendiente del móvil, como cualquier otra chica.


         El espectáculo de la naturaleza. No consigo que la naturaleza me emocione, por más cientos de años, acaso millones, que haya estado trabajando para esculpir formas llamativas. Estalactitas, estalagmitas, columnas, gours, escudos, helectitas, coladas, coraloides, banderas, leches de luna, perlas de las cavernas, conos, calcitas, conulitos y demás espeleotemas. Salgo peor que he entrado, más cansado, más aburrido, harto de los oh, que maravilla, que oigo delante y detrás, merecía la pena, por más que te lo cuenten. El único espectáculo que me motiva y emociona es el humano. Y este pueblo turístico está lleno de humanidad. Muchos japoneses, japonesas en realidad. Pero, curiosamente, no bajan hoy hacia el balcón del mar en cardumen, sino de una en una, lo que les hace especialmente atractivas, dotadas de individualidad. Algo está cambiando en los extremorientales. Hacen fotos, sí, pero no en exceso, no como la mujer de nacionalidad indefinida que, en el autobús de vuelta, roba de forma compulsiva fotos a personas desprevenidas que va pillando por el camino, amparándose en el anonimato de la cabina del bus. Las japonesas están relajadas como nunca las he visto, pasean como turistas ociosas, comen frente al mar, se tienden despreocupadamente en el pretil del balcón, gozan del día soleado y hermoso, como yo. Japonesas, mis hermanas.

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