Dos mujeres hablan en el andén de la estación. Luego sabré
que son madre e hija, pero las anchas gafas de la madre me impiden ver en sus
ojos la edad. De la hija, es su especial naturaleza lo que hace difícil
adivinarla. Es una mujer joven que necesita estar acompañada. La madre habla en
alemán fluido, familiar; la hija responde en español, un español correcto pero
mal modulado, no porque lo desconozca sino por la morfología de sus órganos
sonoros. La conversación poco a poco se va tornando en disputa, contenida pero
tensa. Las dos hablan en voz alta, sin importarles que estén convirtiéndose en
espectáculo para el resto de personas que espera la llegada del autobús. El
discurso de la madre es vivo y ordenado aunque para mi ininteligible, alguna de
las cosas que dice la chica suenan a infantiles, cosas que necesita, vestidos,
calzado, ropa para vestir muñecas. Cuando la chica se aleja irritada, la madre
le explica, ahora en español, a otra mujer –latina- que se ha interesado por lo
que pasaba, que ya estaba harta. No, el español no es problema, dice, el idioma
forma parte de su actual situación, es que estoy harta, ya tuve bastante con mi
exmarido como para tener que vivir esto. Sencillamente no puedo más. El
autobús nos acerca a un pueblo famoso: vistas espectaculares al mar desde una
tribuna y monumentos naturales. Mientras espero en el andén que ha de llevarme
a las cuevas, la chica está sola en el otro andén. Quizá espera otro autobús
que le lleve al centro educativo del que hablaba su madre. Está tranquila,
pendiente del móvil, como cualquier otra chica.
El espectáculo de la naturaleza. No consigo que la naturaleza
me emocione, por más cientos de años, acaso millones, que haya estado
trabajando para esculpir formas llamativas. Estalactitas, estalagmitas,
columnas, gours, escudos, helectitas, coladas, coraloides, banderas, leches de
luna, perlas de las cavernas, conos, calcitas, conulitos y demás espeleotemas.
Salgo peor que he entrado, más cansado, más aburrido, harto de los oh, que
maravilla, que oigo delante y detrás, merecía la pena, por más
que te lo cuenten. El único espectáculo que me motiva y emociona es el
humano. Y este pueblo turístico está lleno de humanidad. Muchos japoneses,
japonesas en realidad. Pero, curiosamente, no bajan hoy hacia el balcón del mar
en cardumen, sino de una en una, lo que les hace especialmente atractivas,
dotadas de individualidad. Algo está cambiando en los extremorientales. Hacen
fotos, sí, pero no en exceso, no como la mujer de nacionalidad indefinida que,
en el autobús de vuelta, roba de forma compulsiva fotos a personas desprevenidas
que va pillando por el camino, amparándose en el anonimato de la cabina del
bus. Las japonesas están relajadas como nunca las he visto, pasean como
turistas ociosas, comen frente al mar, se tienden despreocupadamente en el
pretil del balcón, gozan del día soleado y hermoso, como yo. Japonesas, mis
hermanas.
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