La lluvia percute en los cabellos esponjados, teñidos,
ralos. Un griterío de palomas muertas baja los escalones del autobús. La calle
es estrecha, los coches esperan pacientes detrás. He querido ver un atisbo de
deseo en esos cuerpos apretujados, pero sus voces se apagan pronto y los pies
no levantan más que unos centímetros cuando caminan arrastrando las maletas.
Ojos sin brillo, de merluza sacada del mar hace varias horas, ropas gastadas, con
varias temporadas encima, quieren ser amables, sonreír, hacer reír a sus
compañeros, pero sus frases chistosas no alcanzan el final, las risas se
adelantan a lo que las debía provocar. Cuerpos colgados de una percha, usados,
nadie sabe qué hacer con ellos.
“La libertad económica y moral, la
virtud, la compasión y el altruismo, un trabajo satisfactorio mediante la
aceptación de tareas exigentes, una red floreciente de relaciones personales,
la conquista de la estima ajena, la consecución de un mayor sentido para la
propia existencia y la posesión central en la vida de un pequeño número de
relaciones trascendentes, todas ellas definidas por el amor”. (Ian McEwan, La
ley del menor)
¿Hasta donde llega la buena vida? ¿Cuál es plazo de
caducidad? ¿Es generacional? ¿Cabe algún tipo de exigencia, el egoísmo exánime mutar en solidaridad?
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