Aún así, creo que hay frases
rescatables, muy atinadas, que si nos liberamos del componente espiritual al que Pablo D’Ors nos conduce, su método
puede sernos útil.
Ser consciente consiste en contemplar
los pensamientos.
Nada
hay tan pernicioso como un ideal y nada tan liberador como una realidad.
La
naturaleza del sueño, su esencia, es precisamente la decepción.
La
exaltación del amor romántico en nuestra sociedad ha causado y sigue causando
insondables pozos de desdicha.
Mi
fe en la potencia sanadora del silencio.
No
aspiro a contemplar, sino a ser contemplativo, que es tanto como ser sin
anhelar.
¿Qué
ha pasado para que nos hayamos perdido tanto?
Tanto
el arte como la meditación nacen siempre de la entrega; nunca del esfuerzo.
Recibir
lo que la vida ha inventado para nosotros; y luego, eso sí, dárselo a los
otros.
La
capacidad de observación, lo que Simone Weil llama atención, es la madre de
todas las virtudes.
Casi
ninguna reflexión mueve a la acción; la mayoría conduce a la parálisis. Es más:
reflexionamos para paralizarnos, para encontrar un motivo que justifique
nuestra inacción. Pensamos mucho la vida, pero la vivimos poco.
Lo
que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad.
La
meditación es, por ello, el arte de la rendición (a la realidad). Si en el
mundo se nos enseña a cerrarnos al dolor, en la meditación se enseña a abrirnos
a él.
En
realidad, no hay ningún problema en absoluto. El verdadero problema son
nuestros falsos problemas.
La
fórmula es tomar las cosas como son, no como nos gustaría que fueran.
Es
maravilloso constatar cómo conseguimos grandes cambios en la quietud más
absoluta.
El
silencio es quietud.
Al
meditar se trabaja con el material de la propia vulnerabilidad.
Meditación:
instalación en no lugar.
Observar
la mente es el camino. ¿Por qué? Porque mientras se observa, la mente no
piensa.
Mirar
algo no lo cambia, pero nos cambia a nosotros.
El
potencial de nuestra soberanía es sobrecogedor. Podemos no secundar una
emoción; podemos hacer frente a un estado de ánimo.
Buena
parte de nuestra energía la derrochamos en expectativas ilusorias: fantasmas
que se desvanecen en cuanto los tocamos.
Lo
que brota de la mente está muerto y que vive, en cambio, lo que brota de un
fondo misterioso al que, a falta de un nombre mejor, llamaré yo auténtico.
Hacer
meditación es recrearse y holgar en este «yo soy» (sin atributos).
Y
uno se sienta con el «yo soy» para alimentar la compasión. Pero no es sencillo
llegar a este punto, puesto que nunca terminamos de purgar.
Entrar
en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción.
La
vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias.
El
descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro.
Sufres
porque te das de bruces contra un muro, el que tú has construido.
Lo
triste no es morir, sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha
vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.
Ser
lo que uno es ha pasado a convertirse en el máximo desafío.
Meditar
se resume en estar aquí y ahora.
La
meditación en silencio y quietud es el camino más directo y radical hacia el
propio interior (no recurre a la imaginación o a la música, por poner un par de
ejemplos, como sucede en otras vías), y eso requiere un temple de soldado y una
firme determinación.
Cuando
uno se busca a sí mismo adecuadamente, lo que acaba encontrando es el mundo. En
verdad, yo no cambio jamás, o cambio muy poco, pero cambia el modo en que me
enfrento conmigo mismo, y eso es capital.
El
camino es la meta.
Los
frutos de la meditación se perciben fuera de la meditación. Algunos de estos
frutos son, por ejemplo, una mayor aceptación de la vida tal cual es, una
asunción más cabal de los propios límites y de los achaques o dolores que se
arrastren, una mayor benevolencia hacia los semejantes, una más cuidada
atención a las necesidades ajenas, un superior aprecio a los animales y a la
naturaleza, una visión del mundo más global y menos analítica, una creciente
apertura a lo diverso, humildad, confianza en uno mismo, serenidad…
La
disolución del pequeño yo. Llamo ego o pequeño yo a esas identificaciones
falsas a las que solemos sucumbir. Esos espejismos que nos hacen correr en pos
de la nada van reduciéndose paulatinamente cuanto más se medita.
La
ideología del altruismo se ha colado en nuestras mentes occidentales, sea por
la vía del cristianismo, sea por la del humanismo ateo. En el budismo zen, por
el contrario, parece estar muy claro que el mejor modo para ayudar a los demás
es siendo uno mismo, y que es difícil —por no decir imposible— saber qué es
mejor para el otro, pues para ello habría que ser él, o ella, y estar en sus
circunstancias.
Lo
más acertado parece ser, en consecuencia, dejar que el otro sea lo que es.
La
meditación desenmascara nuestros mecanismos de protección, los proyecta en
tamaño gigante en la pantalla de nuestra conciencia.
Más
tarde, bastante más tarde, durante la meditación irá apareciendo lo que
podríamos llamar el testigo del testigo. Es ahí, en ese testigo del testigo,
donde hay que permanecer el máximo tiempo posible. Alguien —que soy yo— me mira
(al yo aparente), y alguien —quizá Dios— mira al yo que mira. A ese testigo del
testigo solo se accede en la meditación muy profunda y no hay palabras para
describirlo. En cuanto ponemos palabras, él, ella o ello deja de estar ahí.
«Debes
vaciarte de todo lo que no eres tú», esa es la invitación que se escucha
permanentemente cuando se medita. Solo en lo que está vacío y es puro puede
entrar Dios. Por eso entró Jesucristo en el seno de la Virgen María. Estamos
llamados, o así es al menos como yo lo veo, a esta fecunda virginidad
espiritual.
La
pregunta por la virginidad espiritual, por la pureza del corazón o por la inocencia
primordial, es la que verdaderamente cuenta; todas las demás son preguntas
falsas, falsos problemas.
El
pequeño y gran huerto que he cultivado. La vida como culto, cultura y cultivo.
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