sábado, 6 de febrero de 2016

Frases de Biografía del silencio



                 Aún así, creo que hay frases rescatables, muy atinadas, que si nos liberamos del componente espiritual al que Pablo D’Ors nos conduce, su método puede sernos útil.

         Ser consciente consiste en contemplar los pensamientos.
Nada hay tan pernicioso como un ideal y nada tan liberador como una realidad.
La naturaleza del sueño, su esencia, es precisamente la decepción.
La exaltación del amor romántico en nuestra sociedad ha causado y sigue causando insondables pozos de desdicha.
Mi fe en la potencia sanadora del silencio.
No aspiro a contemplar, sino a ser contemplativo, que es tanto como ser sin anhelar.
¿Qué ha pasado para que nos hayamos perdido tanto?
Tanto el arte como la meditación nacen siempre de la entrega; nunca del esfuerzo.
Recibir lo que la vida ha inventado para nosotros; y luego, eso sí, dárselo a los otros.
La capacidad de observación, lo que Simone Weil llama atención, es la madre de todas las virtudes.
Casi ninguna reflexión mueve a la acción; la mayoría conduce a la parálisis. Es más: reflexionamos para paralizarnos, para encontrar un motivo que justifique nuestra inacción. Pensamos mucho la vida, pero la vivimos poco.
Lo que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad.

La meditación es, por ello, el arte de la rendición (a la realidad). Si en el mundo se nos enseña a cerrarnos al dolor, en la meditación se enseña a abrirnos a él.
En realidad, no hay ningún problema en absoluto. El verdadero problema son nuestros falsos problemas.
La fórmula es tomar las cosas como son, no como nos gustaría que fueran.
Es maravilloso constatar cómo conseguimos grandes cambios en la quietud más absoluta.
El silencio es quietud.
Al meditar se trabaja con el material de la propia vulnerabilidad.
Meditación: instalación en no lugar.
Observar la mente es el camino. ¿Por qué? Porque mientras se observa, la mente no piensa.
Mirar algo no lo cambia, pero nos cambia a nosotros.
El potencial de nuestra soberanía es sobrecogedor. Podemos no secundar una emoción; podemos hacer frente a un estado de ánimo.
Buena parte de nuestra energía la derrochamos en expectativas ilusorias: fantasmas que se desvanecen en cuanto los tocamos.

Lo que brota de la mente está muerto y que vive, en cambio, lo que brota de un fondo misterioso al que, a falta de un nombre mejor, llamaré yo auténtico.
Hacer meditación es recrearse y holgar en este «yo soy» (sin atributos).
Y uno se sienta con el «yo soy» para alimentar la compasión. Pero no es sencillo llegar a este punto, puesto que nunca terminamos de purgar.

Entrar en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción.
La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias.
El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro.
Sufres porque te das de bruces contra un muro, el que tú has construido.

Lo triste no es morir, sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.

Ser lo que uno es ha pasado a convertirse en el máximo desafío.
Meditar se resume en estar aquí y ahora.
La meditación en silencio y quietud es el camino más directo y radical hacia el propio interior (no recurre a la imaginación o a la música, por poner un par de ejemplos, como sucede en otras vías), y eso requiere un temple de soldado y una firme determinación.

Cuando uno se busca a sí mismo adecuadamente, lo que acaba encontrando es el mundo. En verdad, yo no cambio jamás, o cambio muy poco, pero cambia el modo en que me enfrento conmigo mismo, y eso es capital.

El camino es la meta.

Los frutos de la meditación se perciben fuera de la meditación. Algunos de estos frutos son, por ejemplo, una mayor aceptación de la vida tal cual es, una asunción más cabal de los propios límites y de los achaques o dolores que se arrastren, una mayor benevolencia hacia los semejantes, una más cuidada atención a las necesidades ajenas, un superior aprecio a los animales y a la naturaleza, una visión del mundo más global y menos analítica, una creciente apertura a lo diverso, humildad, confianza en uno mismo, serenidad…

La disolución del pequeño yo. Llamo ego o pequeño yo a esas identificaciones falsas a las que solemos sucumbir. Esos espejismos que nos hacen correr en pos de la nada van reduciéndose paulatinamente cuanto más se medita.

La ideología del altruismo se ha colado en nuestras mentes occidentales, sea por la vía del cristianismo, sea por la del humanismo ateo. En el budismo zen, por el contrario, parece estar muy claro que el mejor modo para ayudar a los demás es siendo uno mismo, y que es difícil —por no decir imposible— saber qué es mejor para el otro, pues para ello habría que ser él, o ella, y estar en sus circunstancias.

Lo más acertado parece ser, en consecuencia, dejar que el otro sea lo que es.

La meditación desenmascara nuestros mecanismos de protección, los proyecta en tamaño gigante en la pantalla de nuestra conciencia.

Más tarde, bastante más tarde, durante la meditación irá apareciendo lo que podríamos llamar el testigo del testigo. Es ahí, en ese testigo del testigo, donde hay que permanecer el máximo tiempo posible. Alguien —que soy yo— me mira (al yo aparente), y alguien —quizá Dios— mira al yo que mira. A ese testigo del testigo solo se accede en la meditación muy profunda y no hay palabras para describirlo. En cuanto ponemos palabras, él, ella o ello deja de estar ahí.

«Debes vaciarte de todo lo que no eres tú», esa es la invitación que se escucha permanentemente cuando se medita. Solo en lo que está vacío y es puro puede entrar Dios. Por eso entró Jesucristo en el seno de la Virgen María. Estamos llamados, o así es al menos como yo lo veo, a esta fecunda virginidad espiritual.

La pregunta por la virginidad espiritual, por la pureza del corazón o por la inocencia primordial, es la que verdaderamente cuenta; todas las demás son preguntas falsas, falsos problemas.

El pequeño y gran huerto que he cultivado. La vida como culto, cultura y cultivo.

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