Una de las
grandes virtudes de la serie Fargo es la creación de esos raros personajes que,
saliendo de la calle, de la normalidad de la vida cotidiana, se convierten, por
singular cruce de la fortuna, en estrafalarios; desnudados de los hábitos de
una vida común sin excitantes, de pronto se hacen héroes insospechados o
asesinos involuntarios. Acaso cada uno de nosotros oculte una personalidad
fuera de norma que pugna por hacerse visible por encima de las constricciones.
En la primera temporada era aquel agente de seguros apocado, interpretado por Martin
Freeman, que cuando descubre el placer del homicidio lo convierte en un arte
preciso y elegante. En la segunda, que es la que ahora veo, son la peluquera y
el carnicero de una pequeña población de Minnesota quienes se transforman hasta
alcanzar el deliquio de la muerte ajena. Especialmente logrado es el personaje
de la peluquera, maravillosamente interpretado por Kirsten Dunst, una mujer que
asiste a seminarios de autoayuda en compañía de su compañera de trabajo, que
esconde aviesas intenciones hacia ella. Una tarde de vuelta a casa atropella a
un matón de una banda de traficantes asesinos. En vez de dar parte, se lo lleva
a casa atascado en el parabrisas. Su marido, en medios de protestas por
construir una familia normal con niños, lo hará desaparecer en la trituradora
de la carnicería. Entonces se desatará una auténtica locura entre dos bandas de
los Estados vecinos, en medio de la cual el carnicero y la peluquera dan suelta
a la violencia que pugnaba por encontrar cauce en su personalidad oculta.
La otra
virtud de Fargo es el derroche catártico que impulsa en el espectador. Este
asiste encantado a la sucesión de violencia y muerte, a lo Tarantino, de los,
en general toscos, brutos y risibles malvados, aunque hay otro interesante
personaje que entre muerte y muerte recita poemas, no se salva ni uno, y
disfruta identificándose con los bobos homicidas sobrevenidos en cuya piel se
dice podría haber estado él.
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