Cuando la
pasión amorosa aparece todo cede para dejarle el escenario en exclusiva, el
trabajo, las obligaciones familiares y la vida cotidiana que salta por los
aires porque el tiempo se convierte en extraordinario, inusual, nuevo, creador.
Ese es el punto de vista de Patricia Highsmith en la novela y también lo es en
la película de Todd Haynes, aunque en esta la familia de Carol toma mayor
relevancia y durante un buen tramo parece que la maternidad de la protagonista
adquiera un relieve que puede dar al traste con la pasión.
En función
del rapto amoroso la película se ordena creando la atmósfera para imbuir en el
espectador la sensación de estar asistiendo en primer plano como rijoso mirón
al trance por el que pasan las dos protagonistas, Carol y Therese. Interiores
lujosos, habitaciones, restaurantes, hoteles, coches, en primeros o
primerísismos planos, pero casi siempre velados por cristales empañados, por el
calor o la lluvia, por reflejos en espejos o cristales, por una escenografía de
época, por el grano de la película casi nunca transparente del todo, donde
sucede la locura, la extrañeza que les alcanza y a la que se someten de buen
grado estas dos mujeres tan lejanas por la edad, el estrato social, las
ocupaciones y el gusto. Las actuaciones de Cate Blanchett, quizá algo mayor de
lo que cabría suponer, y de Rooney Mara, una Audery Hepburn ahora sí de vuelta,
son extraordinarias y los escenarios cuidadosamente preparados para llevarnos a
ese 1953 en que sucede la acción; no nos acercan tanto a una época real, sí al
1953 que hemos visto en las películas, el tiempo del ensueño y la excitación, el
mundo donde suceden cosas fantásticas e irreales, las que antaño buscábamos
cuando entrábamos a una sala de cine y se apagaban las luces. A ello contribuye
una subyugante música, la que suena en los aparatos de radio que aparecen en
escena y la que ha preparado para la ocasión Carter Burwell.
Los cambios
en el guión no son muchos pero sí los necesarios para imprimir el dinamismo que
a la novela le falta. El largo viaje hacia el este que en la novela ocupa
muchos capítulos aquí es breve; el suspense en torno a la vigilancia
detectivesca a que se somete a las protagonistas aquí desaparece ante la maraña
familiar, las convenciones traicionadas, la infidelidad, la maternidad
desatendida, los abogados y los acuerdos; la afición de Therese no es la
escenografía teatral sino la fotografía y quizá lo más logrado, el bucle que
enlaza el comienzo de la película con el final que hace creíble el happy end
que en la novela no resultaba verosímil.
Si uno entra en el juego que ha
elaborado Todd Haynes y se abandona como se abandonan Carol y Therese la
emoción está asegurada y durante un tiempo indefinido más allá de la sala
perdurará ese tiempo suspendido, sustentado por la música y la belleza de las
imágenes en el que lo irreal parece posible y las lágrimas el alimento de una
felicidad perdurable.
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