martes, 9 de febrero de 2016

Carol, de Todd Haynes



            Cuando la pasión amorosa aparece todo cede para dejarle el escenario en exclusiva, el trabajo, las obligaciones familiares y la vida cotidiana que salta por los aires porque el tiempo se convierte en extraordinario, inusual, nuevo, creador. Ese es el punto de vista de Patricia Highsmith en la novela y también lo es en la película de Todd Haynes, aunque en esta la familia de Carol toma mayor relevancia y durante un buen tramo parece que la maternidad de la protagonista adquiera un relieve que puede dar al traste con la pasión.

            En función del rapto amoroso la película se ordena creando la atmósfera para imbuir en el espectador la sensación de estar asistiendo en primer plano como rijoso mirón al trance por el que pasan las dos protagonistas, Carol y Therese. Interiores lujosos, habitaciones, restaurantes, hoteles, coches, en primeros o primerísismos planos, pero casi siempre velados por cristales empañados, por el calor o la lluvia, por reflejos en espejos o cristales, por una escenografía de época, por el grano de la película casi nunca transparente del todo, donde sucede la locura, la extrañeza que les alcanza y a la que se someten de buen grado estas dos mujeres tan lejanas por la edad, el estrato social, las ocupaciones y el gusto. Las actuaciones de Cate Blanchett, quizá algo mayor de lo que cabría suponer, y de Rooney Mara, una Audery Hepburn ahora sí de vuelta, son extraordinarias y los escenarios cuidadosamente preparados para llevarnos a ese 1953 en que sucede la acción; no nos acercan tanto a una época real, sí al 1953 que hemos visto en las películas, el tiempo del ensueño y la excitación, el mundo donde suceden cosas fantásticas e irreales, las que antaño buscábamos cuando entrábamos a una sala de cine y se apagaban las luces. A ello contribuye una subyugante música, la que suena en los aparatos de radio que aparecen en escena y la que ha preparado para la ocasión Carter Burwell.

            Los cambios en el guión no son muchos pero sí los necesarios para imprimir el dinamismo que a la novela le falta. El largo viaje hacia el este que en la novela ocupa muchos capítulos aquí es breve; el suspense en torno a la vigilancia detectivesca a que se somete a las protagonistas aquí desaparece ante la maraña familiar, las convenciones traicionadas, la infidelidad, la maternidad desatendida, los abogados y los acuerdos; la afición de Therese no es la escenografía teatral sino la fotografía y quizá lo más logrado, el bucle que enlaza el comienzo de la película con el final que hace creíble el happy end que en la novela no resultaba verosímil. 

            Si uno entra en el juego que ha elaborado Todd Haynes y se abandona como se abandonan Carol y Therese la emoción está asegurada y durante un tiempo indefinido más allá de la sala perdurará ese tiempo suspendido, sustentado por la música y la belleza de las imágenes en el que lo irreal parece posible y las lágrimas el alimento de una felicidad perdurable.



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