miércoles, 10 de febrero de 2016

Carol, de Patricia Highsmith


            Hay algo en las novelas de Patricia Highsmith que no me acaba de gustar, algo que tiene que ver con la invención o mejor con la falsificación, como si sus personajes fuesen solo figuras mentales, creaciones a las que les costase engancharse a la realidad. Es evidente que aporta detalles de contexto, muchos y muy precisos. Le gusta describir objetos valiosos con los que adorna a sus personajes, rodeados en general de dinero y lujo, bebidas espirituosas y viajes y mucho humo, al mismo tiempo amantes del lujo y desprendidos, lo que suele caracterizar a los ricos, y también cultos, conocedores de la música y de la literatura de su tiempo, que mencionan, leen o escuchan a los creadores más modernos y a los clásicos, pero la impresión es que esos objetos y gustos exquisitos están pegados al texto como una pieza de cerámica en la repisa de una chimenea, no por necesidad sino como signo de estatus, incluso las propias profesiones de los personajes tienen relación con el arte, con el glamour o con el dinero en crudo, seres que flotan como la espuma sobre las olas sin hundirse jamás. Therese, por ejemplo, una de las dos protagonistas de esta novela, tiene entre sus manos, en una escena, el Tratado de versificación inglesa. Therese es una dependiente temporal de unos almacenes pero en realidad luce como escenógrafa principiante y Carol, la mujer elegante y hermosa, es el objeto más valioso de un hombre que se dedica a las finanzas, el marido del que se divorcia. Lo mismo sucede con el discurrir interior, con los pensamientos no expresados y los sentimientos, como si fuesen aditamentos de carácter, extensiones de la personalidad, pinceladas de color que no acaban de componer un cuadro completo.

            Carol es la historia de un amor romántico, sin más, como hemos visto y leído tantas veces, no creo que leída a estas alturas tenga importancia alguna si trata del amor entre dos mujeres, aunque sí la tuvo cuando se publicó en 1952. Lo que importa, pasado el tiempo, son dos cosas, si mantiene el valor literario y su cercanía a la realidad. Desde ese doble punto de vista, siento que esta y las demás novelas de Highsmith son una especie de falsificación, elegantes, chispeantes, burbujeantes como el champagne. Carol, Therese, Richard, Abby aparecen no como personalidades rotundas, capaces de caminar por sí solas, sino como collages, trozos de cosas, objetos que les cercan y pensamientos y frases cuya conexión para conformar algo complejo no acaba de verse con claridad. En el caso de Carol es como si lo que quedase en el aire mientras se lee la novela fuese el estado confuso y energético de un adolescente transido. En el lector, toca las teclas de la emoción si vive o ha vivido algo semejante en la adolescencia, aunque sea la alargada adolescencia que ahora se vive; puede que el lector culto también se reconozca en lo valioso del ornamento, en las citas, en el fulgor de lo señero, como en las pinturas medievales donde a las figuras del culto religioso se les envolvía con dorados, Por eso, en la larga parte central de la novela, la sucesión de capítulos construidos con la misma técnica y con escasos avances en la trama y en la profundidad terminan por hacerse aburridos.


            Hasta que el suspense entra en acción, entonces Patricia Highsmith se mueve como pez en el agua. La trama de la novela es sencilla, dos mujeres, una casada y con una hija, y otra muy joven, se encuentran y se enamoran. El lector asiste al proceso, el ascenso del amor y el brote de los sentimientos. Citas, conversaciones, regalos, un largo viaje. Un viaje que al lector, como digo, le resulta algo pesado, donde el artificio de la escritora es demasiado evidente, hasta que la trama amorosa se cruza con el suspense, ligero pero entretenido. Cuando este se complica y la libertad del amor topa con las barreras de la época el amor comienza a resentirse y comienza el declive. Todo eso está muy bien contado, es creíble, mejor desde la descripción de los signos exteriores que desde la evolución mental. En la descripción de las emociones, la autora parece que va a trompicones, exponiendo los cambios de forma abrupta, sólo así sorprende el brusco giro final, el happy end, tan poco explicado, quizá, porque como la escritora señala en el epílogo de 1983, en el ambiente existía la necesidad de que una novela de gays acabara bien.

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