Hay algo en
las novelas de Patricia Highsmith que no me acaba de gustar, algo que tiene que
ver con la invención o mejor con la falsificación, como si sus personajes
fuesen solo figuras mentales, creaciones a las que les costase engancharse a la
realidad. Es evidente que aporta detalles de contexto, muchos y muy precisos.
Le gusta describir objetos valiosos con los que adorna a sus personajes,
rodeados en general de dinero y lujo, bebidas espirituosas y viajes y mucho
humo, al mismo tiempo amantes del lujo y desprendidos, lo que suele
caracterizar a los ricos, y también cultos, conocedores de la música y de la
literatura de su tiempo, que mencionan, leen o escuchan a los creadores más
modernos y a los clásicos, pero la impresión es que esos objetos y gustos
exquisitos están pegados al texto como una pieza de cerámica en la repisa de
una chimenea, no por necesidad sino como signo de estatus, incluso las propias
profesiones de los personajes tienen relación con el arte, con el glamour o con
el dinero en crudo, seres que flotan como la espuma sobre las olas sin hundirse
jamás. Therese, por ejemplo, una de las dos protagonistas de esta novela, tiene
entre sus manos, en una escena, el Tratado de versificación inglesa.
Therese es una dependiente temporal de unos almacenes pero en realidad luce
como escenógrafa principiante y Carol, la mujer elegante y hermosa, es el
objeto más valioso de un hombre que se dedica a las finanzas, el marido del que
se divorcia. Lo mismo sucede con el discurrir interior, con los pensamientos no
expresados y los sentimientos, como si fuesen aditamentos de carácter, extensiones
de la personalidad, pinceladas de color que no acaban de componer un cuadro
completo.
Carol
es la historia de un amor romántico, sin más, como hemos visto y leído tantas
veces, no creo que leída a estas alturas tenga importancia alguna si trata del
amor entre dos mujeres, aunque sí la tuvo cuando se publicó en 1952. Lo que
importa, pasado el tiempo, son dos cosas, si mantiene el valor literario y su
cercanía a la realidad. Desde ese doble punto de vista, siento que esta y las
demás novelas de Highsmith son una especie de falsificación, elegantes,
chispeantes, burbujeantes como el champagne. Carol, Therese, Richard, Abby aparecen
no como personalidades rotundas, capaces de caminar por sí solas, sino como collages,
trozos de cosas, objetos que les cercan y pensamientos y frases cuya conexión
para conformar algo complejo no acaba de verse con claridad. En el caso de Carol
es como si lo que quedase en el aire mientras se lee la novela fuese el estado confuso
y energético de un adolescente transido. En el lector, toca las teclas de la
emoción si vive o ha vivido algo semejante en la adolescencia, aunque sea la alargada
adolescencia que ahora se vive; puede que el lector culto también se reconozca
en lo valioso del ornamento, en las citas, en el fulgor de lo señero, como en
las pinturas medievales donde a las figuras del culto religioso se les envolvía
con dorados, Por eso, en la larga parte central de la novela, la sucesión de
capítulos construidos con la misma técnica y con escasos avances en la trama y
en la profundidad terminan por hacerse aburridos.
Hasta que
el suspense entra en acción, entonces Patricia Highsmith se mueve como pez en
el agua. La trama de la novela es sencilla, dos mujeres, una casada y con una
hija, y otra muy joven, se encuentran y se enamoran. El lector asiste al
proceso, el ascenso del amor y el brote de los sentimientos. Citas,
conversaciones, regalos, un largo viaje. Un viaje que al lector, como digo, le
resulta algo pesado, donde el artificio de la escritora es demasiado evidente, hasta
que la trama amorosa se cruza con el suspense, ligero pero entretenido. Cuando
este se complica y la libertad del amor topa con las barreras de la época el
amor comienza a resentirse y comienza el declive. Todo eso está muy bien
contado, es creíble, mejor desde la descripción de los signos exteriores que
desde la evolución mental. En la descripción de las emociones, la autora parece
que va a trompicones, exponiendo los cambios de forma abrupta, sólo así
sorprende el brusco giro final, el happy end, tan poco explicado, quizá, porque
como la escritora señala en el epílogo de 1983, en el ambiente existía la
necesidad de que una novela de gays acabara bien.
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