Cuando Colm
Tóibín compuso la pieza romántica que es Brooklyn tuvo que situarla
atrás en el tiempo, hacia 1950, porque los usos y costumbres amorosos ya no son
los mismos que los que él quería reflejar. Lo que hace el escritor es una
arqueología de los sentimientos de una época no tan lejana, pero en un contexto
muy diferente del actual, acabada la guerra mundial, con muchos jóvenes europeos
emigrando a América y reajustando los códigos familiares con los que habían crecido. La protagonista, Eilin, abandona a hermana y madre en un pueblecito
de Irlanda para buscarse un futuro en América, allí conoce a un fontanero de
origen italiano con el que, ante su insistencia, contrae nupcias. Pero la
fortuna muda sus planes cuando su hermana muere y ha de volver al hogar
familiar para consolar a la madre. Entonces un guapo irlandés se cruza en su
camino hacia la felicidad. Así, la devoción paterna, la fidelidad, el impulso
romántico, las costumbres sociales convertidas en leyes tejen la tormenta que
desasosiega a la pobre Eilin, a quien, movida por la corriente moral de la
época, no le queda más remedio que optar por la promesa de América y el repudio
del romanticismo, rechazando en el mismo movimiento las obligaciones de una
sociedad avejentada y el impulso de la propia voluntad.
Como ocurre
con Carol, coetánea estricta de Brooklyn en la selección del momento
histórico en que sucede la acción y en el año de su producción, aunque el Brooklyn de Eilin nada
tenga que ver con el glamuroso medio social en que se mueve Carol, la
reconstrucción de época, la escenografía, el vestuario, la interpretación, más
luminosa en Brooklyn, más colorista y diáfana, a tono con un sentimentalismo
clásico de pañuelo suelto, es creíble gracias al gran trabajo de producción. Además,
Nick Hornby como guionista ha podado los aspectos más sombríos, las
complejidades de los personajes. Todo está perfectamente envuelto para que las
emociones lleguen limpias ante las pupilas temblorosas del espectador.
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