jueves, 28 de enero de 2016

Los odiosos ocho

  

            Hay que agradecer a Tarantino, de quien alguien decía estos días que es el mejor directordel mundo, su voluntad de remover las estancadas aguas del cine comercial. Desde que asomó su ancha frente y su encogido mentón por vez primera, en 1992, con Reservoir Dogs, siempre ha sorprendido y a algunos escandalizado por su sentido del espectáculo, por ir más lejos que nadie en la construcción de personajes populares, de tramas sencillas pero sorprendentes, de efusión de violencia y sangre. Sus películas no son tratados de filosofía, ni metáforas que requieran sesudas interpretaciones sobre el mundo cambiante, ni fábulas morales, sólo cine, pero un cine divertido, lleno de emoción, susto y aventura, como en el viejo cine de Hollywood, el más popular, el que llevaba a las salas multitudes.

            También en su octava película, de ahí el título, Los odiosos ocho, una del oeste, hay todo eso, personajes malvados, algunos menos malos que obtienen nuestra simpatía, mucho parloteo hasta que alguien empieza a disparar y entonces ya no se para, agujeros en el pecho, cabezas destrozadas, brazos arrancados, rostros sucios y feos, sin que uno pueda encontrar similitudes con la vida real, y un estilo propio, aquello que distingue a Tarantino, mucha luz, aquí un paisaje invernal aplastado por la nieve y una ventisca que es como la música de fondo que puntúa la trama, planos largos que se demoran en conversaciones en apariencia insustanciales, pero llenas de colorido, una lentitud que puede exasperar a algunos, prólogo de la explosión violenta que dura tanto o más que su preparación. Si el guión está al servicio del espectáculo, los actores construyen personajes sin dobleces, de una pieza, malencarados o sibilinos, brutos, jactanciosos, todo exterioridad, como recortables salidos de una ilustración infantil, como esa Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) que en un mundo de hombres tiene que demostrar que es la más mala y que, a cambio, sale más fea que todos ellos, con el ojos amoratado toda la película y con kilos de salsa de tomate que le van cayendo encima en las tres horas de proyección


            Hay que ir al cine y disfrutar como niños, esta película no se puede ver en pantalla pequeña, en casa, sino en la compañía de la sala a oscuras, atento a las reacciones de los demás espectadores. Para que el espectáculo sea más grande, Tarantino ha rodado esta vez en el olvidado formato de los 70 mm, aquel del spaghetti western a quien The Hateful Eight rinde un homenaje. 

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