
La novela,
porque al fin es lo que el libro es, aunque el autor hable de memorias, recorre un largo
espacio de tiempo, desde principios de los ochenta al dos mil, una geografía
muy acotada, recorrida antes por otros escritores, Fitzgerald entre ellos,
Manhasset, una pequeña localidad del estado de Nueva York, y en especial un bar, el Publicans, y la pulsión de la vida que late
en un enjambre de personajes medio velados por el recuerdo en
breves apariciones con una frase, un gesto, una semejanza o una pequeña historia. Pulsión
de vida, esperanzas, tropiezos, desengaños, pero todo contado como si las cosas
no fuesen tan dramáticas como en realidad lo son, la violencia del padre,
el machismo del abuelo, la dureza de la tía Ruth, la muerte de Steven, el
propietario gatsbyano del Publicans, la muerte de cincuenta conocidos en los
atentados del World Trade Center. El autor lo cuenta buscando una fidelidad
perdida hacia la historia oral, poniendo el oído en la barra del bar,
entrevistando a los viejos amigos para que con él hagan memoria, repitiendo el
modo de contar de quien ya ha bebido más de dos martinis con ginebra seguidos.
Es un libro redondo, bien escrito, bien medido, con muchos personajes
cada uno de los cuales tiene un tic, una frase, una acción, cada uno una metáfora. Está escrito de
forma sencilla, huyendo de las grandes palabras que alguna vez obsesionaron al escritor. No hay excesos dramáticos,
desequilibrios, todo es contenido. Si uno pensase cómo escribir una novela podría
acudir a este libro porque es como una clase magistral de cómo escribir una
novela. Sin embargo. Sin embargo, cabría preguntarse ¿es esto gran literatura? Quizá sea literatura posterior a la literatura. Pero gustará a todo el que lo lea. Y si yo me topara con el autor, no
me importaría emborracharme con él en el Publicans, compartir recuerdos y, por supuesto, lo
felicitaría.
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