sábado, 7 de noviembre de 2015

Zygmunt Bauman & Javier Gomá

          

            Qué se puede esperar de nuestro mundo. Algunos, a la manera de un doctor Pangloss renovado, no dudan en afirmar su gozosa pertenencia al presente. Cualquier vista atrás les reafirma, aunque no por ello den su total confianza al futuro, que aparece lleno de incertidumbre. Cómo es pues este presente, adónde nos lleva. Sin duda lleno de amenazas, atravesado por graves crisis. ¿Cuándo no las hubo? Cómo ser insensible a la presencia de refugiados en inestables lanchas en el Mediterráneo, náufragos de mundos que hasta hace poco parecían seguros, de inmigrantes que exigen atravesar el espejo de Occidente, que nos traen una inseguridad que tememos se propague en nuestros países. La precariedad de sus barcas, los centros de acogida que de efímeros devienen permanentes, los improvisados campamentos. Gente a la que no querríamos mirar a la cara para no sentirnos insolidarios, culpables por no cederles parte de nuestro precario bienestar.

            Pero intuimos que este es también un tiempo de cambio, un interregno antes de acceder a no sabemos qué, quizá un mundo caótico del sálvese quien pueda o quizá una época axial como lo fueron el siglo VI ac y después el XVIII, que cambiaron la historia, la primera con la aparición de grandes religiones y el logos griego, con la idea de universalidad y autoconciencia, la segunda alumbrando la subjetividad, ante la conciencia por vez primera de la muerte individual. (“La muerte es un invento moderno”). El hombre se rebela ante la indignidad de su destino, la muerte, y quiere liberarse de la las opresiones tradicionales. Algo está sucediendo, pues, ahora, un cambio moral, también material, que está modificando la relación entre las personas. Ya no podemos dejar de mirar a los que vienen hacia nosotros, sabemos que cada uno de los que llaman a las puertas de Europa tiene dignidad, cada uno es un ser humano irrepetible. Pero las fuerzas sin control que desata la globalización son asustan. El tiempo de la construcción de naciones se ha acabado. Los inmigrantes y refugiados, sin tierra, sin país, son extraños, portadores de miedo, anuncian la inestabilidad del futuro. Les hacemos culpables del contenido de su mensaje.

            Si algún tiempo histórico estuvo cerca del ideal kantiano del ser humano como una sola raza este es el tiempo, la globalización aboca a que todos los seres humanos vivamos juntos en el mismo y único espacio esférico que es la Tierra, un ideal que al mismo tiempo que parece fructificar está a punto de estallar ante la incapacidad de naciones y estados, pertrechados con maneras del pasado, para derribar sus fronteras y establecer un territorio común.

            Un mundo en el que la libertad parece haberse desplegado más allá de su potencia hasta el punto de que ya no sabemos qué hacer con ella. Lo que ahora parecemos necesitar son límites que combinando libertad y seguridad nos permitan una vida digna. Porque los límites no empobrecen, sino que enriquecen, “limitarse es extenderse”, decía Goethe. Liberados en el largo movimiento de la ilustración, desde el siglo XVIII al XX, de las opresiones del pasado ahora tenemos necesidad de buscar marcos que potencien el esfuerzo por conseguir el ideal al alcance de un solo mundo. Despojados del amparo seguro de la comunidad, de los vínculos que nos unían a la familia, a la pareja, a los hijos, el hombre moderno se ve sin medios para construir una identidad estable, más allá de la vida líquida en que se han convertido las relaciones humanas. ¿Cómo escapar del estado de miedo? ¿Aceptando las restricciones a la libertad a cambio de construir nuevas estructuras sólidas?

            La nueva subjetividad ya no es aristocrática como en el romanticismo, ahora todos los hombres, cada uno de ellos, son dignos. Las diferencia entre ellos son accidentales, mujer, pobre, homosexual, joven, refugiado, cada uno es “el común de los mortales”.

            Qué hace que zozobre el ideal justo en el momento en que lo tenemos al alcance. Las formas viejas de hacer política, la cultura revestida de espectáculo y negocio en vez de aquella colección de normas que construían la sociedad madura. La cultura y la filosofía se han dejado en manos de las empresas. Pero, la cultura añade significado a nuestras vidas.

            ¿Es la nuestra una sociedad enferma? ¿Es aceptable la desigualdad, que el 1 % de la población de EE UU acapare el 40 % de la riqueza? ¿Es inevitable que los ingresos de los ricos sean tres veces superiores a los de los pobres? Vivimos en una sociedad cosmopolita pero en ausencia de una mentalidad cosmopolita, decía Ulrick Beck. Los problemas son globales, pero las soluciones locales. ¿Es posible reconciliar el problema global con la solución local?  Es una tensión que nunca se reconcilia. Pero el ideal es necesario, prescribe un camino, ilumina la vida interior, moviliza el entusiasmo hacia el progreso moral y material.                       

            La indignación que nos acomete nace del escándalo del abuso de la corrupción, de la visión del cadáver del niño sirio Aylan arrojado a una playa turca. Eso es así porque existe un ideal moral, por el alto grado de moralidad al que hemos llegado. El tiempo de la filosofía de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) se ha acabado, aunque no la crítica que le acompañaba. Somos seres morales, más exigentes que nunca, cada vez más entusiastas por elevarnos a lo mejor. Somos optimistas con respecto al pasado -¿qué tiempo pasado fue mejor?- aunque en el futuro sólo habita la incertidumbre.


            (La gran sala está llena, 500 personas. En el escenario Zigmunt Bauman, 90 años, y Javier Goma, 50, dialogan introducidos por una guapa periodista. Un concejal, previamente, ha llenado un tiempo precioso, que no se recuperará, para decir cosas banales).

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