viernes, 6 de noviembre de 2015

Tchaikovski enlatado



            Supongo que también las ciudades, los grupos humanos, los colectivos deberían mantener su dignidad o lo que es lo mismo no dejarse humillar. Hay muchas maneras y casi siempre es difícil, pero en eso consiste la modernidad, tirarse de los pelos como el barón de Munchausen hasta salir del fango. Está bien que haya empresas que organicen eventos culturales, una gala de ballet, por ejemplo, y las lleven de gira por ciudades. Alicante, Granada, Ciudad Real, Burgos, Zaragoza, Vic, Vigo, Pontevedra, La Coruña. También Madrid, curiosamente, aunque no creo que en los cinco días que la compañía ha estado en Madrid lo haya hecho sin orquesta, con la música enlatada. En el resto de ciudades está un único día. Quizá podría justificarse la falta de orquesta por la rentabilidad, aunque habría que echar cuentas. En Burgos, con un aforo de 1371 plazas a reventar, las entradas costaban entre 25 y 30 euros. Diez ciudades, 14 actuaciones durante un mes escaso. ¿No da para una orquesta? Desde luego, espectáculo musical no era, el ruido que escupía el moderno servicio de megafonía no puede decirse que fuera musical, a no ser que los chirridos y las distorsiones formen parte de nuevas maneras de interpretar a Tchaikovski. Acaso podría ser espectáculo visual, porque era evidente que el público tenía la mirada puesta en el escenario, en los movimientos del elenco del Russian National Ballet (sic), pero qué emoción puede transmitir una exhibición donde nada queda a la improvisación, donde todo está ajustado a un sonido invariable durante 14 representaciones. Por tanto ni música, ni danza, tan sólo circo, circo ruso de gran escuela, sí, que va a las capitales de provincias a mostrar sus habilidades técnicas.


            Todas las comunidades autónomas, o la mayoría, tienen espléndidas salas de conciertos, en Castilla y León, el Miguel Delibes diseñado por Ricard Bofill está en Valladolid, y no menos espléndidas orquestas –algunas- mantenidas con el presupuesto de la vecinos de dichas comunidades. Ahora bien, sólo disfrutan de los caros programas musicales los ciudadanos avecindados en la capital de la comunidad, a un precio ostensiblemente menor que lo que cuestan estas galas. Por qué. Por qué hemos de pagar entre todos lo que sólo pueden disfrutar una minoría o, de otro modo, por qué no subvencionan las comunidades estos eventos culturales para pobres. Lo mismo valen Madrid y Barcelona con respecto al resto de España. Sólo hay una solución, creo, que el precio de los grandes eventos los paguen quienes disfrutan de ellos o, quizá, que se busque remedio para que un señor de Don Benito o de Calasparra, si le apetece, pueda ir al Real de Madrid o al Liceo de Barcelona con el mismo coste que un conciudadano de Madrid o Barcelona.

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