jueves, 12 de noviembre de 2015

Enemigos, de Isaac Bashevis Singer

          
    “Herman Broder dio media vuelta y abrió un ojo. Adormecido como estaba, no sabía si se encontraba en América, en Tzivkev o en algún campo alemán de refugiados. Durante un momento llegó a imaginar que estaba escondido en el henil de Lipsk. A veces, todos estos lugares se confundían en su cerebro. Sabía que estaba en Brooklyn, pero oía gritar a los nazis. Clavaban las bayonetas en el heno para obligarle a salir, mientras él se agazapaba más y más. La hoja de una bayoneta le rozó la cabeza”.

            Todos los personajes que van apareciendo en esta novela han llegado a Nueva York desde algún rincón de la vieja Europa y lo han hecho como si se agarraran a una tabla de salvación tras el naufragio, el naufragio de Europa tras el nazismo. Herman, Yazwiga, Masha, Tamara.

            Enemigos es una novela de personajes y de ideas que se les asocian, algo difícil de conjuntar, porque el escritor tiene que mediar entre la carne y el espíritu, entre la sangre y la imaginación, sin que ninguno de los dos prevalezca. Los personajes andan perdidos entre la niebla y la inasible luz, entre el pasado que no se va y un presente vaporoso, entre la muerte y la vida. Isaac Bashevis Singer con gran habilidad construye criaturas que van de la realidad al sueño, figuras vaporosas para quienes la vida no tiene peso.  
            Tomas Broder tras dar el salto a América, en compañía de Yazwiga con quien se ha casado por agradecimiento, escribe sermones y libros como especialista en el Talmud, para el rico rabino Lampert, de quien depende económicamente. Incapaz de tomar decisiones, su vida, cogida entre alfileres, se reparte entre tres mujeres con caracteres diferentes que lo necesitan tanto como él a ellas, cada uno tabla de salvación del otro. Tan falto de voluntad como incapaz de asumir la verdad, es un mentiroso compulsivo aterrorizado ante la posibilidad de que descubran sus mentiras y le deporten de nuevo a Polonia. Miente a sus mujeres, miente al rabino para quien trabaja, miente a su tío, otro rabino en quien no confía como no confía en nadie. “En Herman habitaba una pena inconsolable”.

            Yazwiga, la campesina polaca, aterriza en Nueva York como en un planeta extraño. Salvó a Herman de los nazis escondiéndolo en un henil. Su manera de asirse a la vida es hacerle fácil la vida material a Herman. Pero si Herman se desliga de la religión y desdeña a Dios, Yazwiga quiere convertirse en una judía, como él, como sus vecinas, asimilando sus costumbres, celebrando sus festividades y preparando los platos kosher asociados al calendario. Herman la soporta, ella quiere demostrarle su apego teniendo un hijo suyo. “Yazwiga era tan franca y leal, como él tortuoso y simulador”.

            Masha, la actriz que se salvó en el último momento de la cámara de gas, llega a Nueva York casada con un bacteriólogo de quien pronto se separa, aunque sin conseguir el divorcio. Su vida en Europa fue tan intensa como vacía la de su nuevo destino. Aunque conoce el matrimonio de Herman con Yazwiga, le exige casarse con él, aunque sea sólo por el rito judío. Su tabla es querer vivir una vida normal, marido, hijos, un hogar, asistir a conciertos, fiestas y teatro. Ambos dicen estar muy enamorados. Es tan grande su deseo de tener un hijo que tiene un embarazo psicosomático. Es un amor egoísta que acaba mal. Vivir con su madre lo siente como una carga.

            Tamara se presenta cuando nadie la espera. Herman creía que había muerto fusilada, como habían muerto sus dos hijos en un campo de exterminio, pero Tamara sobrevivió a los nazis huyendo a la Rusia soviética donde sus penalidades continuaron. Tamara fue una devota judía durante su noviazgo con Herman, luego una creyente sionista y por fin una comunista que cree que la salvación está en la revolución. Cuando se presenta ante Herman es un cadáver, le dice que está muerta: “Yo soy un cadáver, Herman, y con un cadáver no se duerme”. Lo único que busca es un abrazo furtivo, porque cualquier cosa es mejor que estar sola. “No duermo sino que caigo en un abismo”.

            Cada uno de los personajes representa una idea, formas de vida para sobreponerse a la angustia. Herman que no acaba de encontrar un asidero acaba en el fatalismo. “Dejaré a todos”, confiesa al final del libro, cuando Masha le pide; “No dejes a tu hijo”, una frase que remite a la historia del propio I.B. Singer cuando abandonó a su mujer y a su hijo en Polonia, en 1933, para irse a América, sin que sepamos como va a acabar, si suicidándose o volviendo a la religión de la que es un erudito, o quizá quiera  proseguir en otro lugar su vida de irresponsable mujeriego. Yazwiga es la sumisa campesina que en la conversión busca el remedio. Masha hace del escepticismo su forma de enfrentarse a los ruidos del pasado, pero no le basta para redimirse y acaba de la peor manera. Tamara, la nihilista, no necesita morir porque es una muerta que pasea su cadáver entre los vivos.

            Enemigos, una historia de amor es la novela de la supervivencia, hombres y mujeres judíos que tienen que seguir viviendo tras la barbarie nazi, vagabundos en un mundo de espejismos. Pero es una metáfora que puede aplicarse a tantas otras situaciones como el lector este dispuesto a aceptar, a la cultura judía aniquilada, a la religión que ha dejado de tener sentido pero que sin embargo los hombres siguen practicando, a la vida de cualquier hombre arrojado al mundo.


            Isaac Bashevis Singer que publicó la novela en 1972 recrea con mano maestra el mundo de los judíos supervivientes en la Nueva York de los años posteriores a la tragedia. Es una novela irregular, con páginas escritas en estado de gracia, especialmente cuando, después de setenta páginas algo rutinarias, trasunto de la vida común americana, alcanza el clímax en el encuentro entre Tamara y Herman, un monólogo de Tamara, en realidad, que percute verdades insoportables, la dureza del campo nazi, la del estalinismo, la inexistencia de Dios, la cobardía de Herman, y otras partes en que el lector queda algo desorientado porque esperaba otro desarrollo, por ejemplo en el segundo monólogo, el del marido de Masha, León Torsthiner ante Herman, cuando Herman parece decidido a volver al judaísmo pero no es así. Singer combina el humor sarcástico con la confesión desgarradora, la fina ironía con el el golpe bajo. Hay hallazgos brillantísimos, frases de la madurez de un escritor y caídas en diálogos rutinarios, pero la novela es propia de un escritor que consiguió el premio nobel (1978).

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