domingo, 15 de noviembre de 2015

Amor líquido, de Zygmunt Bauman -I-

           
            Qué duda cabe que mundo líquido (sociedad líquida, amor líquido) es una bella metáfora, una de esas metáforas a que nos tiene acostumbrada la filosofía en su anhelo de dar sentido al mundo. Con sus limitadas armas, la filosofía intenta amortecer nuestra angustia, pero bien sabe, aunque en otro tiempo tuvo afán imperial, que sus verdades son contingentes, pues por su método no alcanza a ser científica, y sus posibilidades de ordenar el mundo limitadas porque no dispone de las armas de la política.

            A Zygmunt Bauman, como a los filósofos franceses del pasado siglo, le pirran las metáforas. Lo bueno es que su brillantez literaria deslumbra al lector que le sigue con los ojos medios cerrados, lo malo es que reduce el mundo y sus problemas a unas cuantas abstracciones fáciles de asimilar pero cuyos petardos quedan por los suelos cuando los fuegos se han apagado. De todas, la que mayor éxito ha cosechado es la de mundo líquido, cuya luz se ha ido reflejando en otras no menos llamativas, sociedad líquida o amor líquido, junto a la principal una miríada de muchas otras, cada una reflejando en su decreciente luz los oscuros y farragosos problemas de la actual humanidad. ¿Es, pues, amor líquido, una metáfora que describa con exactitud nuestro mundo o solo uno de sus actuales movimientos y quizá no el más amplio, una más de las estructuras cambiantes que lo conforman, apegada a la contingencia y presta a desaparecer como tantas otras?

            Amor líquido. Despojado el amor de la obligación y de la naturaleza queda su realidad misteriosa, incomprensible, “la maravillosa fragilidad del amor” (Levinas) que nace de la fusión de dos personas diferentes, que ansían poseerse pero en cuanto lo hacen asumen la posibilidad de su derrota. En su naturaleza está no ser duradero. “La alteridad es el misterio último”, desconocido, impenetrable, más allá del deseo, de la satisfacción consumista de las ganas, en una época en la que hasta los hijos pueden verse como un objeto de consumo emocional. El amor no se alcanza por la organización, hemos de estar permanentemente dispuestos. Frente a la antigua estructura familiar orientada a la reproducción (la familia, los hijos) y a una moderna scientia sexualis orientada al sexo como gimnasia, nos falta, según Bauman, un ars amandi o un ars erotica, un imposible, porque ninguna experiencia sirve, el eros vive desterrado, vagabundo, en su búsqueda incesante. 

           ¿Pero es cierto, como sostiene Bauman, que la separación del sexo de la reproducción, es un subproducto de la condición líquida de la vida moderna? Si eso fuera así, ¿en qué otro aspecto de la vida humana no ocurre lo mismo?, ¿no se han ido desligando, de igual modo, de la biología, el vestir que ha acabado en moda, el comer que ha creado la gastronomía o todas las acciones relacionadas con la supervivencia, habitar, vivir en sociedad, las diversas prótesis que amplían nuestras capacidades o resuelven nuestras incapacidades? ¿Acaso no es todo eso lo que nos hace humanos? ¿El dolor y la frustración que producen las relaciones humanas, el amor libre, el sexo puro, la promiscuidad, más que añoranza del amor marital (Volkmar Sigusch), no resultan inevitables porque somos seres en construcción? No hemos acabado de abandonar la naturaleza ni hemos conseguido plena autonomía. Sigusch y Bauman aciertan cuando sostienen que la abstinencia, la monogamia y la promiscuidad están alejadas por igual de la libre vida de la sensualidad que ninguno de nosotros conoce pero cuando afirman que “Las antiguas ataduras del sexo (amor, seguridad, permanencia, linaje) no eran quizá prueba de fracaso cultural, sino logros del ingenio cultural”, hacen una frase bonita, pero tan ingeniosa como imprecisa, porque idealiza lo que ocurría en el pasado.

            El ideal de Zygmunt Bauman respeto a la moral es el ideal cristiano del “Ama al prójimo como a ti mismo”, fundamento de la vida civilizada (Freud), acta de nacimiento de la humanidad, en contradicción con el autointerés y con la propia felicidad. Ama al prójimo es el mandato que concentra la enseñanza de Dios, un salto de FE y por lo tanto lo más alejado de lo natural, el paso del instinto de supervivencia a la moralidad. A partir de esa conciencia bienintencionada del ser humano y de una sentencia de Wittgenstein, de 1944, “Ningún tormento puede ser mayor que el que pueda sufrir un solo ser humano”, Bauman lanza una serie de máximas morales que aplicadas con rigor nos llevarían hacia la impotencia y la parálisis: “La muerte de un solo ser humano no puede ser un precio que valga la pena pagar”. “El sufrimiento de un solo niño desacredita toda la historia de la humanidad”. “Proteger a los niños de un mundo manchado y corrompido”. “Una vida digna y no la supervivencia a cualquier precio”. Bauman propone una moral desinteresada, sin propósito, cuyos ejes han de ser la confianza, la compasión o la clemencia. 

            Bauman con sus sortilegios encanta al lector deslumbrado y aquiescente, pero si, entornados los ojos, los volvemos a abrir, desviando la vista del mundo celeste hacia las sombras de aquí abajo, enseguida nos preguntamos si el mundo que describe no ha sido siempre así. ¿Cuándo nuestro asidero al mundo fue seguro, cuándo nuestras relaciones sólidas? Y si no cabría preguntarse, al contrario, ¿cuándo nuestro ensamblaje con la naturaleza fue más seguro que ahora, cuándo nuestras relaciones con nuestros congéneres más libres, más igualitarias, más sólidas?

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