martes, 22 de septiembre de 2015

Perú. 15. La selva. Tambopata



            Lo único que sabíamos al acostarnos tarde en el 7 ventanas de Cuzco era que al día siguiente a las diez salíamos del aeropuerto en dirección a Puerto Maldonado. Estábamos cansados del viaje de vuelta desde Machu Picchu. Rosa y yo cenamos en un restaurante junto a la Plaza de Armas, regentado por una mujer con mano firme que a pesar de la hora tardía decidió servirnos, pero María solo quería acostarse. Ni siquiera una luna redonda, llenando de luz dorada los tejados del ombligo de mundo que era para los incas Qosqo, una luna que se veía desde los balcones del patio del hotel, nos detuvo para ir a dormir. Cómo nos las íbamos a arreglar para ir a la selva.


            A las seis y cuarto un clarinazo me sacó de las sábanas. Era Hilaria que me llamaba al móvil para decirme que lo tenía todo preparado. Nos daba media hora para levantarnos, desayunar y firmar los papeles del pack para Tambopata. Esta mujer es capaz de prever nuestros deseos antes de que produzcan. A tropezones nos duchamos, recogimos, desayunamos y nos presentamos en el vestíbulo donde Hilaria nos esperaba. Firmamos, pagamos y cogimos un taxi. El tráfico era denso, algunas calles estaban cortadas, hasta la propia Hilaria que nos acompañaba para facilitarnos los trámites en el aeropuerto temió que no llegábamos. Por mi mente pasó la idea de tener que coger otro bus turístico con otras ocho o nueve horas de viaje. En el aeropuerto nos despedimos efusivamente.


            Puerto Maldonado sólo es una ciudad tropical de calles anchas, casas bajas y todo tipo de taxis circulando por ellas, y muchas motos con tres o cuatro personas a bordo con pantalón corto y camisa abierta. Si nosotros estábamos preocupados por llegar tarde a la barcaza que nos esperaba en el puerto, los taxistas y los empleados de la agencia local iban a su ritmo, es decir, sin dar muestras de que nuestra agitación les preocupase. Es difícil comprender su actitud ante la vida, su desinterés por el tiempo cronológico, así que lo mejor es esperar y mirar hacia otro lado. Allí en la oficina de Tarantula Expeditions, una especie de corral con techo de Uralita y paredes de madera, y unos butacones en los que nuestros nervios no nos dejaban sentar, nos encontramos con Domingo y Esther, cordobés y catalana, que cómo nosotros no comprendían nada.

            Madre de Dios es un río ancho, teñido del ocre de la tierra que arrastra hacia su confluencia con el Madeira y luego con el Amazonas, más largo (1150 kms), él solo, que cualquiera de los ríos españoles y por supuesto más caudaloso, y navegable. Largas barcazas motorizadas salen de Puerto Maldonado para recalar en los lodges que se distribuyen a lo largo de sus riberas. Tarantula Tours es el nuestro, el que nos ha contratado Hilaria. Bungalows de madera, separados del suelo, ventanas y techos protegidos con redes y mosquiteras sobre las camas.


            Embadurnados de repelente, vamos al comedor donde nos encontramos con Domingo, Esther y una pareja de chicas francesas, Alicia y Julie, que serán nuestros compañeros de ruta. Nos ponemos a caminar. Nuestros sentidos se abren al verde de la jungla, a los senderos embarrados, deslizamos los dedos por la superficie de las hojas y las cortezas extrañas, nos sobresaltan desconocidos sonidos, estridencias metálicas que proceden de insectos diminutos, un clamor que se intensificará cuando la noche penetre en la tarde. Apenas hay espacio para el gusto, los frutos tropicales no están en sazón y la comida no va más allá de pobres variaciones con invariable acompañamiento de arroz. Tampoco mi atrofiado olfato de mucho de sí.


            Una tarántula en el techo del centro de interpretación, otra en su nido bajo un árbol, monos capuchinos entrenados para bajar de los árboles y arrebatar el plátano que tenemos en la mano, palmeras con patas, raíces aéreas, que caminan siete metros a lo largo de una vida, cabezas de caimanes asomando fuera del agua, un par de ratas gigantes, capibaras, y guacamayos al amanecer revoloteando junto a una palmera seca y desnuda para arrebatarle los minerales que necesitan para sus pesadas digestiones. También hormigas bala, cuya mordedura produce tanto dolor como el impacto de un disparo, o eso dicen. ¿Eso es todo?


            Algo más, la visita a una granja tropical donde no hay otra cosa que caña de azúcar que probar. No es la estación propicia, nos aseguran. Tirolina y canopy por la tarde en formato mini. Una tormenta nocturna en la que parece que el mundo vaya a acabarse. Pero ni rastro de anacondas ni boas constrictor. Un poco decepcionante como selva. Lo interesante comienza muchos kilómetros hacia dentro, en dirección al Amazonas. ¿Qué queda entonces de Tambopata? Una siesta en una hamaca una tarde, un atardecer en el lago Sandoval, cuando, tras una pausa, la selva se pone a gritar y ya no para hasta el amanecer, el sonido de las palas en el agua lisa, en la madrugada silenciosa, de camino hacia la cita con los guacamayos. Y hombres y mujeres, tan diferentes, tan singulares, como en cualquier sitio donde haya ventanas que se abren, lo más interesante siempre, lo más misterioso, lo más singular.


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