domingo, 20 de septiembre de 2015

Perú. 14. Macchu Picchu

  

            El ferrocarril que nos lleva de Ollantaytambo a Aguas Calientes, una concesión en régimen monopólico que impide otro tipo de transporte hasta Machu Picchu, es un lujo del pasado. Quiero decir que todo en el vagón huele a naftalina y que, aparte del precio, nada cumple con los estándares de hoy para el lujo, las butacas no son cómodas ni los snacks decentes, ni por supuesto la velocidad, palabra inapropiada para la desesperante lentitud del tren.


            Sin embargo, el viaje nos depara una sorpresa imprevista, la llegada del tren a Aguas Calientes, una localidad que se ha ido construyendo a los lados de la vía del tren. Ver cruzar a la gente por delante de la locomotora, ver las puertas de los hoteles, restaurantes y tiendas a dos metros de las ventanillas es un espectáculo que uno creía sólo formaba parte del atrezzo de las películas de época. No hace falta decir que no hay peligro alguno porque a la velocidad que el tren se mueve los niños podrían jugar a la comba delante sin peligro.

            Colombianos, coreanas, mexicanos, gente de mudo se agrupan con nosotros ante el gerente del hotel, a pie de vía, un hombre que se toma el ingreso como se toma la gente del trópico la vida, como si las horas durasen 180 minutos. Su meticuloso interés por los vouchers, como los peruanos llaman a cualquier tipo de recibo, está en relación indirecta a las comodidades de la habitación. Pero si se accede al Machu Picchu es a condición de tener la cartera floja y el espíritu de protesta en cuarentena.


            El Machu Picchu es un Disney World por otros medios: un conjunto de atracciones a las que se accede guardando puesto en la cola armado de paciencia, una bonita foto si se encuentra el ángulo adecuado y cierto esfuerzo por parte del turista para ir solventando el desnivel. Construida hacia 1450 y abandonada un siglo después, esta ciudad pudo ser el lugar de descanso del inca Pachacútec. Terrazas escalonadas en la ladera de la montaña, palacios, edificios religiosos y viviendas. El templo del Sol, la residencia Real, la plaza Sagrada, el templo de las Tres Ventanas y el templo Principal. Después de haber visto unos cuantos sitios incas, más que su ingenio arquitectónico, me sigue admirando la voluntad por residir junto a los cóndores y los pumas, a 2430 metros de altitud, contemplando los valles, aquí el Urubamba, desde lo más alto, su empeño en domesticar la belleza natural de los Andes, como ese Huayna Picchu que vigila el conjunto.


            Lo ideal para no perderse en un recorrido sin sentido es dejarse llevar por un guía local, con quien se ha de negociar a la entrada del parque. Vanesa nos pone un precio elevado y nosotros lo vamos rebajando. Como ella tiene una tarifa inamovible, nos pide que esperemos mientras va añadiendo a la partida a una pareja de chilenos y a otra de argentinas. Hace el tour a buen ritmo, sin demorarse en cada atracción más allá del tiempo necesario para la pose fotográfica, sin parecer que tiene prisa por terminar y comenzar otra ronda. Si se quiere apreciar lo que vale cada cosa hay que volver a repetirlo a solas por segunda vez. Y si uno está en forma no ha se perderse la subida al Huayna Picchu, aunque sea costosa, por las superlativas vistas, aunque también para demostrar que uno ha podido hacerlo.


            Respecto de la arqueología del lugar, ¿quién no está al tanto?, ¿quién no lo ha visto desde todos los ángulos posibles, en fotos, en películas, en documentales? Uno va al Machu Picchu como quien va al Prado o al Louvre, a verificar que la memoria sigue en pie, que el cuadro famoso es un objeto al que se podría tocar si nos dejasen. Yo he estado allí.


            Para mí, lo más interesante, como en todo, es lo que rodea al fenómeno: la llegada en tren, la contemplación admirada del crudo negocio, la hilera de buses que cada cinco minutos sube por una pista estrecha en la que los conductores han de calcular al milímetro para no rozar al bus del compañero que baja y que vomita a su carga junto a las taquillas, el movimiento espasmódico del gentío, los guías que acechan al cliente como busconas, los restaurantes caros pero atiborrados, el cansancio al final del sube baja que ha sido la visita, los rostros vacíos, sin gran recompensa, un cansancio que se prolonga en las terrazas de la Plaza de Aguas Calientes, chaparrón de por medio, a la espera del tren que nos devuelva a Ollantaytambo, y de ahí, mediante taxis y colectivos, otra vez las busconas, hacia Cuzco, cuando la noche ya ha caído.

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