Una vez has
llegado a un acuerdo con un agente intermediario sobran las colas y las
taquillas de entrada. Como Saúl nos arregló la entrada a las islas Ballestas y
a la Reserva de Paracas, una mujer nos esperaba para darnos acomodo en la
lancha motorizada que nos llevaría a las islas. La mañana es gris y fresca bajo
la bruma del Pacífico. Seis filas de asientos, cámara en ristre, mirando a
proa. Americanos jubilados y jóvenes europeos bajo hinchables anaranjados. El
circuito dura unas dos horas y está montado para deleite de fotógrafos y desperdicio
de la mirada. Yo todavía me tengo que conformar con mi vieja cybershot de Sony
que no está para muchas florituras. La excursión comienza con un monumental
geoglifo, el candelabro, tallado en una ladera de la península de
Paracas, frente al mar, cuyo significado sigue siendo un misterio.
También la anunciada catedral, un arco rocoso que se adentra en al mar, es
decepcionante si uno ha visto antes la playa de las catedrales en Lugo o
Etretat en Normandía. El devastador terremoto de 2007 que asoló el cercano
Pisco, tierra de viñedos donde se elabora el aguardiente que está en la base
del refrescante y popularísimo Pisco sour, acabó con las torres y
cúpulas que sostenían tal denominación y que llevaron a que fuese declarada
Patrimonio de la Humanidad. Aún así la vista de los acantilados sobre el
Pacífico, el desierto salino –buena parte del asfaltado de la pista de la
península está hecho de sal- o algún tipo de orquídea endémica de la Reserva
hacen que el viaje resulte entretenido. Más, si concluido el tour vuelves al malecón de Paracas, buscas una buena terraza y pides un pisco sour mientras contemplas el paisaje, dejando que las horas discurran lentamente.
Embarcamos,
esta vez sí, en un bus muy cómodo de grandes asientos reclinables. Cuatro horas
para llegar al Hotel Alegría de Nazca. Otro hotel con enorme patio interior y
una pequeña piscina que no usamos porque al llegar cuatro hombres fornidos
están dejando en el agua poco transparente sus escamas.
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