martes, 8 de septiembre de 2015

Perú. 03. Islas Ballestas. Paracas

          

            Una vez has llegado a un acuerdo con un agente intermediario sobran las colas y las taquillas de entrada. Como Saúl nos arregló la entrada a las islas Ballestas y a la Reserva de Paracas, una mujer nos esperaba para darnos acomodo en la lancha motorizada que nos llevaría a las islas. La mañana es gris y fresca bajo la bruma del Pacífico. Seis filas de asientos, cámara en ristre, mirando a proa. Americanos jubilados y jóvenes europeos bajo hinchables anaranjados. El circuito dura unas dos horas y está montado para deleite de fotógrafos y desperdicio de la mirada. Yo todavía me tengo que conformar con mi vieja cybershot de Sony que no está para muchas florituras. La excursión comienza con un monumental geoglifo, el candelabro, tallado en una ladera de la península de Paracas, frente al mar, cuyo significado sigue siendo un misterio. 


            Las islas Ballestas son una reserva de fauna que fluctúa con las estaciones: piqueros, zarcillos, guanay, cuyos excrementos todavía siguen siendo utilizados como abono de gran valor, el guano. Aunque los señores de estos parajes parecen ser los pingüinos de Humboldt y de lobos marinos, mamíferos inofensivos que toman el sol en las rocas y que están al alcance de la mano. La navegación entre los islotes rocosos, los arcos y cuevas llenos de aves y de lobos marinos es uno de los momentos de este viaje que la memoria puede guardar más allá de las fotografías.


            La Reserva Nacional de Paracas es algo decepcionante porque la promesa del avistamiento de aves, más de 1800 especies, no acaba de producirse, quizá porque no sea época de migraciones. Sin embargo, a la hora de comer, bajo un tórrido sol, en un restaurante a pie de playa, en el pueblecito de Lagunillas, a pocos metros de nuestra mesa se tuestan al sol impasibles pelícanos, gaviotas grises y zarcillos. No vemos delfines ni ballenas jorobadas, tampoco ninguna de las especies de tortugas que aquí recalan en sus rutas migratorias ni gatos marinos. 


           También la anunciada catedral, un arco rocoso que se adentra en al mar, es decepcionante si uno ha visto antes la playa de las catedrales en Lugo o Etretat en Normandía. El devastador terremoto de 2007 que asoló el cercano Pisco, tierra de viñedos donde se elabora el aguardiente que está en la base del refrescante y popularísimo Pisco sour, acabó con las torres y cúpulas que sostenían tal denominación y que llevaron a que fuese declarada Patrimonio de la Humanidad. Aún así la vista de los acantilados sobre el Pacífico, el desierto salino –buena parte del asfaltado de la pista de la península está hecho de sal- o algún tipo de orquídea endémica de la Reserva hacen que el viaje resulte entretenido. Más, si concluido el tour vuelves al malecón de Paracas, buscas una buena terraza y pides un pisco sour mientras contemplas el paisaje, dejando que las horas discurran lentamente.


            Embarcamos, esta vez sí, en un bus muy cómodo de grandes asientos reclinables. Cuatro horas para llegar al Hotel Alegría de Nazca. Otro hotel con enorme patio interior y una pequeña piscina que no usamos porque al llegar cuatro hombres fornidos están dejando en el agua poco transparente sus escamas.

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