lunes, 7 de septiembre de 2015

Perú 02.Oasis y dunas de Huaccachina (Ica)




             Más que distancias largas, el Perú es tres veces España, lo que enlentece el viaje son las deficientes carreteras, el mal asfalto, cuando lo hay, mucho vehículo en torno a las ciudades y una muy peligrosa forma de conducir. Una carretera de dos carriles la convierten fácilmente los coches en una de cuatro, empujándose unos a otros mediante continuos y enloquecedores pequeños bocinazos. De Lima a Ica hay unos 300 kms, sin embargo el bus tarda cuatro horas y media. Nos traslada un bus de una compañía popular, no de turistas, Soyuz, con asientos que se endurecen con el sobresalto del bacheado. La carretera discurre entre el Pacífico y el desierto ondulado, una sucesión de colinas arenosas de las que de modo sorprendente emergen poblados de pequeñas casas de adobe, a lo sumo con una puerta y un ventanuco y techado de uralita, donde apenas debería haber algún reptil, algunas rapaces y unas pocas comadrejas. ¿De qué vive esa gente? Al menos, en las casas más cercanas, las que se alinean junto a la carretera, los políticos en campaña tienen el buen gusto de anunciarse en sus paredes pintadas en vez de ensuciar el paisaje con cartelones.


             En la misma puerta del bus, a la llegada, ya están los taxistas listos para ofrecerte el viaje más barato. Esta vez, tras breve negociación, escogemos a Saúl, un joven de piel cetrina, pelo rizado y mirada huidiza. Nos ha de llevar a las dunas de Huacachina. En el lote contratamos el guiado por el oasis y el surfeo en las dunas. La distancia no es muy grande, pero lo parece. El de Huacachina es el único de los varios oasis que hubo en otro tiempo y resiste gracias a la asistencia artificial en esta zona de montañas peladas donde casi no llueve nunca. La laguna, alimentada por la surgencia de aguas subterránea, fue en otro tiempo un balneario exclusivo, hoy en decadencia por la sobreexplotación de los acuíferos. Ahora los baños están prohibidos. Sin embargo no ha perdido el encanto, si se contempla desde las altas dunas que lo rodean. 


            Un buggy nos espera para adentrarnos en el desierto. El paisaje es hermoso en este atardecer de sol abrasador. No veía nada igual desde que visité Merzouga, en el sur de Marruecos, pero aquí los camellos han sido sustituidos por estos vehículos todoterreno que parecen sacados de Mad Max. Suben y bajan por los toboganes de las dunas a gran velocidad, provocando una emoción parecida a la de las montañas rusas. Si uno se da el tiempo suficiente –dos horas- puede completar la diversión dejándose caer con una tabla de surf por las laderas de las dunas en una progresión de deslizamientos cada vez mayores. Pura adrenalina. La tarde acaba con la caída del sol tras las colinas de arena.


            De vuelta a Ica, Saúl se ofrece para llevarnos a Paracas donde tenemos el hotel. Negociamos, incluso está dispuesto a ofrecernos el mejor precio para subir a las avionetas de Nazca al día siguiente. Los 55 Kms se nos hacen eternos por el cansancio acumulado. No paramos desde la llegada a Lima. Además, como voy sentado en el asiento delantero, observo atemorizado las maniobras de Saúl, que quita los ojos de la carretera para trastear en la pantalla de su móvil. Habla con agentes buscando el mejor precio para la Reserva Nacional de Paracas. A las afueras de Ica se detiene en un barrio, le pide a su mujer una dirección. Saludamos a sus hijos pequeños. De nuevo en la carretera nos va ofreciendo precios cada vez más baratos. Aceptamos uno que incluye la Reserva y las islas Ballestas. Pero él sigue empeñado en que pactemos el vuelo de Nazca. En algún momento del viaje interminable se olvida del teléfono y empieza a dar cabezadas. Le hago preguntas sobre la vida peruana y responde con monosílabos. Él mismo se da cuenta de la situación y empieza a acariciar obsesivamente un rosario y una imagen plastificada que penden del retrovisor. Pega un volantazo de 1800 y se detiene en una pequeña tienda de carretera para despejarse y comprar una gaseosa. María, Rosa y yo, desde el interior del coche, le vemos agitarse apoyado en el tablón que hace de barra de bar. Estamos asustados, nos confabulamos para darle conversación. De vuelta, le pregunto si su jornada laboral comienza muy temprano, me responde que no, que a las once. No nos lo creemos. Respiramos aliviados cuando vemos las primeras luces de Paracas, aunque tememos por lo que le sucederá en su vuelta a Ica.



            Paracas, un malecón, un pequeño puerto y un caserío a lo largo de la Panamericana, es un pueblo turístico lleno de restaurantes y pequeños hoteles frente al Pacífico. Paseamos a pesar del cansancio y cenamos un ceviche en un acogedor y casi vacío restaurante. 

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