domingo, 6 de septiembre de 2015

Perú. 01 Lima


            Un enjambre de taxistas remolonea a la salida del aeropuerto. Los trajeados, en el interior, piden 50 dólares, sin posibilidad de regateo. Afuera, otro grupo rebaja hasta los 30, y si hubiésemos persistido, algo más lejos, el coste hubiese bajado hasta los 50 soles. Eso lo sabremos otro día. Como turistas apresurados y desorientados aceptamos los 30 dólares. Lo primero que aprendemos es que todo taxista es un intermediario turístico. No se conforman con la carrera contratada, pronto te ofrecen un paquete de posibilidades. El nuestro, como éramos cinco con hoteles diferentes, se ofreció a llevarnos a nuestros diferentes destinos en el barrio de Miraflores, a recogernos tras acomodarnos y a dejarnos en el centro de Lima. Así recuperó los 50 dólares de la oferta inicial. Por el camino hacia la caótica ciudad, nos fue ilustrando sobre sus peligros. ¡Cuidado con los cholos!, quines rompen los vidrios de las ventanillas para en un gesto rápido arrebatar las valiosas pertenencias del turista. Vimos un caso en la vuelta a la ciudad, el último día de viaje. Sobre los barrios seguros y los desaconsejables, sobre las horas buenas y las malas, sobre las distintas compañías de buses urbanos. En realidad, después de 23 días de viaje, en ciudades y paisajes diferentes, pese a las advertencias, nunca he tenido la sensación de peligro, de que me pudiesen desvalijar, al contrario, los peruanos con los que me he topado han sido respetuosos, amables, confiados y confiables.


            Lima es un pandemónium de diez millones de habitantes, una ciudad enorme que como todo Perú da la impresión de que está en permanente construcción. Miraflores, una especie de barrio de Gracia de clase media pudiente, San Isidro, el distrito financiero, y el centro histórico son la excepción. El resto exhibe barrios y pueblos jóvenes con calles sin asfaltar, muchos a la espera de que llegue el agua y la luz, casas de una sola planta, de ladrillo o adobe con las paredes sin rebozar, con promesas de una segunda planta en forma de pilastras de hormigón prolongadas en varillas metálicas desnudas apuntando hacia arriba. Una percepción parecida a la sentida por quienes hayan viajado por Marruecos. La explicación, además de los biorritmos económicos, está en que las casas no se acaban porque así se evita pagar impuestos. El Hotel Señorial, en que nos alejamos, es bonito, responde a un modelo que veremos muchas veces repetido: exterior más o menos insípido e interior con patio confortable, a la andaluza, con jardines, balcones, salones frescos y habitaciones alrededor.


            El centro colonial de Lima, como sus ciudades más importantes –Arequipa, Puno, Cuzco- está orgulloso de su huella colonial: la cuadrada Plaza de Armas, las casas señoriales, algunas blasonadas, las balconadas de madera, el trazado urbano barroco, las iglesias y catedrales, que nada tienen que envidiar a las españolas de la época. Y luego están sus conventos y monasterios, un emporio que atestigua la riqueza eclesiástica del pasado. En Lima, por ejemplo, el convento de San Francisco, en el que vamos de asombro en asombro: la basílica llena de obras valiosas, el órgano, la biblioteca y el archivo con valiosos incunables, la pinacoteca con una serie de lienzos que nos aseguran son de Zurbarán, y otros de la escuela de Rubens, la cúpula mudéjar, la sillería de cedro del coro, el claustro decorado con azulejos andaluces, hasta esa curiosidad de sus catacumbas, el primitivo y enorme cementerio, donde se han encargado de clasificar y ordenar estéticamente los huesos de unos 25.000 limeños del XVI y XVII.


            Perú vascula entre una doble pasión no resuelta, la admiración por el legado colonial, cuyas obras se conservan y se exhiben con orgullo, medido en el precio de las entradas a sus monumentos, y la herida del alma inca que todo peruano afirma llevar abierta, cuyos vestigios arqueológicos están en buena parte todavía por desenterrar y restaurar. La primera se detesta con resentimiento exhibido, la segunda se proclama como ilusoria identidad. Todos se dicen incas, aunque Inca solo hubo uno, el emperador, y los demás, esclavos procedentes de otros pueblos del imperio fenecido en 1533. Si el quechua, en todo caso, fue el pueblo escogido por el Inca para expandir el territorio de Tahuantinsuyo solo hay que echar un vistazo a la fisonomía de los peruanos para ver qué poco queda de aquella herencia. Esta segunda alma del Perú se muestra en el Museo Arqueológico. Un mundo de culturas por explorar, aunque si se entra en el detalle las diferencias no parecen muchas. Pequeños matices en las formas textiles o cerámicas, en la orfebrería o los trabajos de cantera.



            El mapa de las culturas preincaicas en inabarcable. Perú está lleno de sitios arqueológicos, la mayoría a medio emerger. Chavín, Pucará, Paracas, Huari, Chimú, Chancay, Moche, Lima, Nasca, Inca. Las demás salas del museo se dedican a los otros dos periodos de la historia del Perú, la colonial y la republicana. El museo de Lima da cuenta apenas de ese continente sumergido, de lo que se ha podido rescatar tras el saqueo de los exploradores extranjeros y de los huaqueros, saqueadores profesionales.


            Qué mejor manera de iniciar el periplo peruano, en compañía de Rafa y Pilar, de Rosa y María, que con una cena en el Huaca Pucllana, un afamado restaurante sito junto a una ruinas arqueológicas, las que llevan su nombre. El comienzo con el refrescante Pisco, memorable, el resto, el ceviche, la alpaca, el atún, el precio y las propias ruinas, manifiestamente mejorables.

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