lunes, 15 de junio de 2015

Intemperie, de Jesús Carrasco (2ª lectura)



            He apreciado mejor en esta segunda lectura de Intemperie la voluntad expresiva, el deseo de construir una historia con un estilo terso, limpio, de evitar en lo posible los adornos, de ajustarse al paisaje seco, abrupto, inhóspito de la meseta, de brillar como nuevo rebuscando en el léxico palabras poco corrientes aunque precisas que se ajustasen al asunto y al medio. Una tersura que también se usa para construir la historia con pocos personajes, tres básicamente, el niño y el cabrero en primer plano y el alguacil como figura ausente pero amenazadora y una cuarta como apéndice para completar esta especie de western de tremendismo castellano, el tullido malvado y víctima a la vez.

            Lo que ahora he visto y que en la primera lectura no aprecié, no sé si es un defecto o una virtud, es el molde en que está hecha la novela. Someter la acción a la estructura del western permite contar la historia de forma esquemática, con trazos morales reconocibles, sin necesidad de que los personajes los expliciten directamente. El paisaje árido, seco, quebradizo, el sol inclemente, el agua escasa, estancada y podrida, el niño y el cabrero caminando dolorosamente hambrientos, sedientos, sudorosos, fatigados, sin apenas descanso sobre el duro suelo, acompañados por una docena de cabras, un perro y un burro, con enorme esfuerzo para allegarse algo de comida, sin hablar apenas, el cabrero porque no es un hombre de palabras y el chico porque siente más que piensa el horror del que huye, el pueblo en el que ha dejado a sus padres en quienes no puede confiar, el alguacil con su doberman y la motocicleta que siente a sus espaldas como ruido polvoriento, amenazante, y el norte como guía, un punto de salvación indefinido. La violencia asociada a ese paisaje, natural, la de la pertinaz sequía de los cuarenta, que no concedía tregua a unos hombres exhaustos, y política, la de la autoridad que se impone sin más, sin reglas ni humanidades, es el lenguaje al que se ajustan los trazos morales en distintos episodios que tensan la atmósfera hasta llevarla al clímax en el que el chico obligado se convierte en héroe de sí mismo.

            Así como el último cine japonés ha adaptado el western a un paisaje de viejos samuráis en retirada, Jesús Carrasco lo trae a los años cuarenta, cuando el franquismo inicial y la naturaleza se mostraban inclementes con los hombres de la posguerra. Y aunque en nuestra historia literaria ha habido muy buenos antecedentes como La familia de Pascual Duarte de Cela o Los santos inocentes de Delibes, Carrasco se ciñe mejor a los códigos genéricos. Tiene de positivo la limpieza de la escritura, la facilidad en la comprensión, la no intervención del narrador, la claridad en los perfiles morales. Por el contrario, el género simplifica la complejidad, los personajes son de una pieza, el lector lo tiene fácil. Y al situar la acción en décadas tan lejanas acerca la novela a otro género, el más abundante hoy y el menos literario, el histórico.

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