martes, 16 de junio de 2015

La gratitud, de Fermín Herrero


            Hay que entregarse a la lentitud, si uno puede, para leer el nuevo poemario de Fermín Herrero. “La dicha profunda de la percepción consiste en la carencia de eficiencia, brota de la mirada larga, que se demora en las cosas, sin explotarlas” (Byung-Chul Han). Fermín deja desamparado al lector frente a sus versos desprovistos de rima, despojados de adjetivación y de metáforas, de color y hasta del ritmo casi. Hay que prestar mucho oído para hacerse a él, porque está ahí y al final se encuentra. Y sin embargo nadie podrá decir que no se está ante la poesía y de la buena. Hay que leer una y otra vez cada verso, volver a empezar cada poema para recomponer el rompecabezas y si se persiste no se llega necesariamente a la comprensión del poema, porque hasta de un significado global parece prescindir y solo debiéramos conformarnos con significados parciales, flotantes, ecos que rebotan de una palabra a otra, de un verso a otro. Porque su modo de componer parece seguir la técnica de algunos surrealistas de ir pegando imágenes, yuxtaponiendo, acumulando, de modo que sea la propia imaginación, o la fantasía del lector la que revele el sentido. Solo a veces alguna interpolación -“El goce y el dolor tienen la misma / naturaleza, son inseparables, no se compensan”- parece fijar el significado flotante.

            En el afán por prescindir de lo superfluo, los versos se muestran tan desnudos que parecen entidades sueltas y el conjunto semeja un cuadro abstracto que busca en quien lo mira sensaciones más que comprensión. Poemas elípticos porque se comprimen las frases o se suprimen palabras. Aunque no siempre es así, hay poemas más cerrados, plenos, con un significado más accesible y aun otros, diría yo, más íntimos, tanto que se asoma uno a ellos con reparo, como si se mirase por una cerradura o a través de una ventana de la casa de enfrente.

            Pero si hay esa ambivalencia en la expresión, poemas cerrados y poemas abiertos, poemas bañados por la luz y poemas enigmáticos, no la hay en el sentido global del libro, el lector sabe qué es lo que el poeta quiere trasmitir, la voluntad de atrapar la vida y el gozo de vivirla. La vida es a veces frágil y vulnerable, blanda y tierna, simple y lenta y otras plena, en la que la felicidad está ahí, al alcance, con versos que dan cuenta del momento gozoso: “En el olor del jacinto salvo / la mañana, en la delicadeza de su delgado / aroma”. Pero el poeta es tan exigente en la manera de tallar y limpiar sus versos como en la de aceptar la veracidad del momento: “Al pararme a pensar en el placer de este momento / lo sofoco.” Cómo atinar entonces, se pregunta. Sus versos son temblorosos, inseguros pero afirmativos: “El tiempo huye y permanece el instante”.
           

            Si se persiste en la lectura, si se vuelve a él por segunda, por tercera vez, el libro tiene recompensa. En lo seco, en lo recio se esconde su belleza. Aunque hay versos bellísimos, como estos que remiten al lejano oriente: “Caen las hojas al estanque, el levísimo / chasquido al desprenderse se amortigua / en el rumor del agua”. No es un libro para leer en casa o en un lugar cerrado, sino para dejarse llevar por el temblor de las hojas de los álamos o por el trino de los gorriones, para estar atento al viento que mueve las copas de los árboles y las páginas del libro. Quizá sea aquí donde FH mejor acomode la forma a su intento de expresar la fragilidad y levedad de la vida, de convertirla en canto.

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