jueves, 14 de mayo de 2015

Nada, de Carmen Laforet


  
          La novela comienza con la llegada a Barcelona de una chica con la ilusión de los dieciocho años. Viene del pueblo a una casa de la calle Aribau de Barcelona para estudiar en la universidad, huérfana, sin recursos y se acoge a la benevolencia de la familia de su madre. Con su abuela, su tía Angustias y sus tíos Juan y Román vivirá un año, pero los acabará abandonando para marcharse a otra ciudad, Madrid, donde le reclama su amiga del alma, Ena. “Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces”.

            Durante el año que vive en esa casa, la casa de sus parientes, la casa de los horrores, aprenderá sin embargo que los instintos y las emociones necesitan ser dominados para adquirir la mayoría de edad, la libertad, la autonomía. Andrea se moverá en cuatro círculos diferentes, el de la calle Aribau, el de la familia, una familia venida a menos, cuya vida está en el pasado: la guerra, el padre muerto, con dos tíos amargados por el fracaso, uno violento y otro con un carácter extraño, entre la seducción asociada al arte y una mórbida perversidad; el de la familia de Ena, a quien conoce en la universidad, como ella atrapada entre el fulgor y la confusión de la juventud, una familia que mira a su futuro enriquecimiento; el de los amigos del círculo bohemio de artistas, ricos, artificiosos, dónde, con Pons, otro compañero de universidad, conocerá el desengaño del primer amor y, por último, el círculo de la pobreza y el juego, representada por el garito donde vive la hermana de Gloria y su familia, que vive el presente miserable de la posguerra. Los cuatro círculos se agrupan en dos, fuertemente contrastados: la pobreza de la calle Aribau, una familia burguesa arruinada, y la de la familia de Gloria, una miseria que es física y moral. Gente que pasa hambre, egoísta, depravada, violenta. Por el contrario, las familias de Pons y Ena son familias ricas, idealizadas, en las que Andrea quisiera ser admitida. La primera la decepciona amargamente, la segunda termina por acogerla cuando al final de la novela la llaman a Madrid.

            La historia sucede en 1940, en la posguerra. Andrea la sufre. A lo largo de las páginas habla continuamente del hambre que pasa, del agotamiento que siente y de la vaciedad espiritual, una atmósfera no muy diferente a la que intelectuales y artistas parisinos nos mostraron en la misma época, el existencialismo de posguerra. Es un mundo que ya no existe, que nos resulta lejano, como de otro país, donde la personalidad no podía cultivarse por encima de las necesidades básicas, donde las mujeres vivían subordinadas y la violencia que los hombres ejercían sobre ellas no era algo de lo que pudieran prescindir, sino consustancial a la vida. Una vida bañada por el humo del tabaco, la pegajosa humedad, el acre olor de la miseria, los mendrugos de pan.


            Leída setenta años después de que ganara el primer premio Nadal, la frescura que Carmen Laforet imprime a su prosa se mantiene, esa frescura propia de los periodos en que parece que todo vuelve a comenzar. Quizá haya una sintaxis imperfecta, una manera de utilizar las preposiciones sorprendente, un lenguaje gaseoso que no se acaba de atrapar, propio de una escritora de 23 años, pero ese es uno de los dones de la novela. Nada es hija de la posguerra pero hay algo que hace que permanezca viva, los personajes que luchan para sobreponerse a un ambiente hostil, femeninos los más importantes, Andrea, Ena, Gloria, masculinos los más sombríos, Juan, Román, el halo de romanticismo que los envuelve, turbio y utópico, luminoso y sombrío.

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