miércoles, 21 de enero de 2015

El buque fantasma


            El buque fantasma es V. entre la niebla y V. no es otra que Valladolid. El escritor, Andrés Trapiello, vivió en la ciudad parte de sus años de formación, cuando iniciaba su vida universitaria. Allí conoció mujeres, conoció amigos y conoció la palpitación, la intensidad y el miedo de la lucha antifranquista. Eran los años setenta, cuando el gran atentado contra el segundo de a bordo del franquismo, Carrero Blanco, cuando tan fácil era que te llevasen a comisaría y se liaran a guantazos a tu costa. Valladolid es el decorado de esta novela de 1992, donde el prota recuerda sus años de formación, una ciudad con río, un río grande, importante que probablemente la ciudad no se merece o no se merecía entonces, una ciudad conservadora, rancia, con olor a cerrado y sacristía, que nunca supo superar el fiasco de haber podido ser la capital de España, que ha ido deshaciendo lo de valioso que había en ella, un urbanismo destructivo, en esos y en anteriores años, y que aún está por recuperarse del desastre. El protagonista, Martín, viene de algún pueblo del norte para proclamar su independencia de la familia, de la que sin embargo le cuesta despegarse, en la novela hay algún suceso chusco al respecto, se enreda en episodios poco gloriosos del extremismo maoísta de entonces, tiene amigos, compañeros y camaradas, en la universidad y en la lucha, vive sus primeras experiencias con mujeres, una mayor que él, Dolly, otras de su edad, Lola y Celeste, con la candidez, la arrogancia y el desconcierto propio de esos años jóvenes y encuentra su primer trabajo. La novela en su momento causó sensación en la ciudad,  aún muchos no se lo han perdonado, doy fe de ello, como tampoco se lo perdonaron los camaradas que la criticaron acremente.


            A lo mejor es una novela imperfecta pero leída veintidós años después de publicada y más de cuarenta desde la época en la que está situada sigue viva y parece que lo seguirá estando si encuentra atentos lectores. También yo he recorrido los lugares en los que el prota vivió, él río y sus paseos, las calles, los edificios, he seguido viendo muchos de sus personajes con esa forma tan peculiar que tienen de vestir y de hablar una parte de sus habitantes, he sentido igual que él la descoyunta entre el centro y los barrios, entre la pequeña élite que domina la ciudad desde siempre y la mucha gente de aluvión que ha ido llenando sus muchos barrios, gente que no ha sido capaz de verse con fuerza como para echar a aquellos, de hecho como sucede en otras ciudades parecidas, y construir un paisaje nuevo más moderno, menos hostil, más amigable. Quizá haya algunas digresiones, ese querencia propia del autor por el comentario y el subrayado, pero no molestan, se digieren fácil porque su escritura es realista, ajena a la brillantez retórica, más cercana a Cervantes que a Quevedo. También hay poesía en la descripción del día, de la estación, del cambio y su afición por la sorpresa que golpea al lector cuando no se lo espera. Una buena novela que quizá no tuvo el eco que merecía.

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