lunes, 26 de enero de 2015

El balcón en invierno, de Luis Landero


“Entretanto, había anochecido del todo. Sobre las ruinas del día se iba haciendo la noche. Primero era el escándalo de los pájaros en el eucalipto y en los naranjos de la huerta, ladridos de perros en majadas lejanas, la pálida luz anaranjada que antes de apagarse se enardecía de pronto con un último esplendor espectral. Y según se extinguían los ruidos y las luces se iba haciendo el silencio, cada vez más y más profundo, hasta que solo quedaba el aire entre las hojas, y luego ya no se oía nada, y también la oscuridad en el campo era total. Se producía entonces un momento de tregua en el infatigable trajín de la vida, y uno contenía la respiración ante aquel portento único en que el mundo parecía volver a los instantes iniciales de su creación. Una tregua breve, porque enseguida (y yo esperaba ese momento con todos los sentidos alerta) cantaba el sapo, una sola nota todavía indecisa, como interrogando al silencio, y luego otra más larga, y aquella era la señal para que empezara el concierto nocturno, y con él de nuevo el feroz tumulto de la vida”.

             No siempre es así, pero a veces no encuentra uno el placer de la lectura hasta que no advierte qué está leyendo, de qué género se trata, que ha pretendido el autor, a qué molde ha entregado su voz. Eso me pasa con este último libro de Luis Landero, que se anuncia como novela pero que sin embargo no lo es. Cómo no lo es y yo estaba dispuesto a leer una novela me ha costado entrar y cuando lo he hecho ya estaba mediado y me he dado cuenta de que tendría que empezarlo de nuevo para disfrutarlo mejor.

              Se trata de un largo poema en prosa, muy largo pero no lo suficiente para ser una novela, algo parecido a lo que sucede con el último de Milan Kundera, que parece una novela pero es más bien un pequeño ensayo. En un tiempo de gruesas novelas insulsas que uno no puede acompañar hasta el final porque no levantan una mínima emoción, y en el final de este último año pasado se han publicado varias en español, se agradece la contención, la ausencia de empaque, la humildad, eso que tanto le cuesta al autor. Como en un poema lo importante es el ritmo y la dicción. Landero escribe como si hablase al lector, contándole una historia donde hay pocos sucedidos, aunque el interlocutor, lo vemos, no es el lector sino la madre del escritor.

                En el ritmo continuo pero pausado del cuento van apareciendo personas, más que personajes, como promontorios, más que islotes, en la marea de la narración, que emergen, tienen un momento de luz y caen o vuelven a aparecer mientras el cuento sigue. Un cuento que se despliega en el tiempo, pero no el tiempo cronológico sino el de la memoria, con sus saltos adelante y atrás, que escoge donde recalar, el tiempo de las emociones, no el de la historia. Poco a poco tras la confusión, incluso tras el desinterés o la decepción inicial, una solidaridad emerge en el lector porque lo que Landero cuenta con palabras sobrias y humildes es la vida misma, la mía y como la mía la de tantos: el padre, la madre, los hermanos, los abuelos, los tíos, el campo, el pueblo, las casas, la ciudad, los trabajos, los libros, el ideal de la Amada. Con largas enumeraciones atadas a un tiempo o a un espacio concreto, el narrador trata de evocar aquel momento al que no prestó atención y ahora lamenta no haberlo hecho, el baile con Sofía Loren, ya que con Sarita Montiel no puedo ser, disfrazado de Jean Sorel en un Salón de Moscú, la visita a la casumbre donde aun vivía la tía Cipriana, que nunca perdió la sonrisa ante su mala suerte, la charla sobre libros en prosa con el profesor de literatura que coleccionaba palabras, el viaje en una tartana de las tías para ver el tren, los inventos del primo que le inició en el arte de la guitarra. Así va pasando y posándose la memoria donde esta quiere, convocada por la conversación con la madre casi centenaria, antes de que sea demasiado tarde para olvidar un mundo que ya está casi perdido.

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