jueves, 6 de noviembre de 2014

Camino 31


       De Negreira a Olveiroa. Hasta Vilaserío el cielo ha sido benigno, con lluvia soportable y tiempo para los comentarios. Durante algunos kms, Fran ha caminado con nosotros, pero sus cortos isquiotibiales tocados le han ido retrasando. De nada le sirve haber competido en triatlón. Ya nos ha avisado la señora del bar donde hemos desayunado, lloverá. Lo que no preveíamos es que iba a llover como lo ha hecho, con furia incontenible, racheada, imposible de contener con nada. Otra vez hemos llegado, tras otra kilometrada, empapados de arriba abajo y machacados. El albergue de Olveiroa, viejo y con servicios muy limitados, sin lavadora ni secadora, ducha templada y calefacción muy baja nos recibe desierto, sin nadie que lo atienda, frío, húmedo, inhóspito. En la calle sigue lloviendo con intermitente intensidad. En el albergue privado donde se instalan los peregrinos extranjeros -los italianos, la alemana, coreanos- tomamos una comida igualmente desangelada. Vemos llegar chorreando a una pareja que parecen portugueses. Visten con ropas de a diario, vaqueros, zapatos tipo mocasín, trencas de algodón y mochilas normales. Cómo se puede hacer el camino de esa manera. Piden una copa de albariño, luego otra y otra. No aparentan estar preocupados por la caladura.

     Menos mal que en el albergue había una chimenea que encendemos con la madera que pillamos. De ese modo hemos podido secar botas y la ropa. Fran, Carlos, Javier, José y yo, los únicos albergados, trabamos conversación  junto al fuego. José, el leonés solitario, parece una caricatura sacada de un cómic, encorvado, con enormes botas y sombrero y una nariz superlativa. Permanece mudo y quieto como una roca del lugar. Recordamos anécdotas del camino, personajes memorables, lugares infectos, comidas buenas y malas, el extraño virus que tantos cogimos en Boadilla. Sale el tema de los ronquidos a propósito de la pareja solouense de la pasada noche. Yo no me enteré pero Carlos y Javier no pudieron conciliar el sueño porque el hombre roncaba sin descanso. Les hablé del mexicano de Roncesvalles y sus ronquidos tronadores, a quien la gente zarandeaba para que recobrase la calma. Es lo que tiene el camino, salta José saliendo de su contención, los dormitorios comunes, las literas. Al que no le guste que se quede en casa. Poco a poco va elevando el tono de voz, hasta que prende en él una extraña furia. También a él le han zarandeado y a punto estuvo de liarse con un coreano que le despertó. Asentimos, corroboramos, no osamos interrumpir su discurso, dejamos que se desahogue, tragándonos las chanzas y burlas que acabábamos de hacer sobre los grandes roncadores. Con la vista clavada en las llamas que se van atenuando, en las brasas grises y rojizas, sentimos zumbar sobre nuestras cabezas la ira de José hasta que ésta también se apaga. Hay un largo momento de silencio. Después se descalza sus enormes botas, las pone cerca del fuego y de pie como si fuese un tendedero ofrece sus pantalones y camisa mojados al calor del hogar.

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