sábado, 8 de noviembre de 2014

Camino. Santiago



       De Fisterra a Santiago. Este día también habría sido terrible. Llueve con saña, sin cesar, pero ahora viajo a cubierto en un autobús que va hacia La Coruña, que me deja en Baio para tomar otro que me lleve a Santiago. Vuelvo de nuevo a la hospedería. Paso el día con Javier. Carlos ya viaja hacia Getafe y Fran busca un coche de alquiler para ir al encuentro de una amiga. Comemos temprano en el menú -cocido gallego- que ofrece gratis para diez peregrinos el parador, junto a una chica de Boston que está viviendo su año sabático, como tantos americanos. Por la tarde me acerco a La Cidade de la Cultura, el faraónico proyecto de Fraga a cuenta de las arcas del Estado. Mi primera impresión es de ruina apocalíptica, cercado por una ominosa nube que no tardará en descargar. Enormes edificios de cristal y piedra, vacíos, cerrados, oscuros, que dibujan curvas gigantes, con grandes espacios vacíos entre ellos y un enorme socavón lleno de agua. Trasteo con las puertas -otra gente lo hace como yo- pero ninguna cede. No hay manera de resguardarse del aguacero. Por fin encuentro una puerta abierta, un espacio iluminado y un hombre que atiende. Le pregunto qué se puede visitar puesto que todo parece cerrado. Me dice que hay una visita guiada más tarde, que me apunte. Lo hago. Accedo a la gigantesca biblioteca blanca como Jonás al interior de la ballena, donde algunos estudiantes minúsculos están aplastados por el silencio. En el apartado de las enciclopedias busco Camino de Santiago, Espasa, Planeta, la gallega, ninguna tiene una entrada al respeto. Cómo es posible. La visita la conduce el hombre que me ha atendido, amable, solícito y bien informado. Me acompañan, un hombre gallego y su pareja y un arquitecto sudamericano, que vive en Montpellier y que recalca ha venido expresamente, y su pareja. El guía es prolijo en la exposición: el gran concurso internacional, los grandes arquitectos y sus inmejorables proyectos, el triunfo de Eisenman y su escaso impacto visual, algo que niega la evidencia. Una obra que se adapta a las necesidades culturales de Galicia. El coste. La necesidad de concluirla. ¿Cómo podría faltar en el sudeste un gran palacio de ópera? Tarde o temprano se completará. Santiago tiene 60.000 habitantes y otros tantos si se añaden los estudiantes. ¿Hay población para tan magna obra? La obra me parece poco funcional, los espacios que el arquitecto americano ha generado son enormes, cómo darles un uso eficiente, cómo hacerlos socialmente rentables. De hecho en este sábado de noviembre todo está cerrado, salvo la biblioteca. Todos los males se solucionarían si se acabase la obra, según el guía, pero ¡ay! se ha acabado el dinero. Y lo peor de todo, los accesos. Sólo se puede venir desde Santiago en coche particular porque el autobus público tiene horarios imposible. Para venir andando, como yo he hecho bajo la lluvia, hay que dar un enorme rodeo de 45 minutos, ida y vuelta. Lo dicho, una obra funeraria a mayor gloria de su extinto patrón. Y otra cosa curiosa, a cuanto peregrino se lo he comentado desconoce que exista esta grandiosa arquitectura que quiere competir con la catedral.

      Apenas tengo conciencia de que se haya acabado el viaje. De vuelta a la hospedería vuelvo a ver la vieira marcando el camino en el suelo brillante y resbaladizo del anochecer, algunos peregrinos rezagados, siempre bajo la lluvia. Mientras ceno hablo del viaje con Javier, le recuerdo mis cuatro semanas, aunque ya he sobrepasado la quinta. Mi experiencia contradice la de Jean-Cristophe Rufin en su El camino inmortal. La primera semana es la del dolor. Todo el mundo pendiente de los pies, de las rodillas, de la cadera, músculos y tendones, ampollas y rozaduras. Se intercambian recetas, trucos para caminar o llevar la mochila, se alardea de dónde se ha comenzado el camino. La segunda es la del hedonismo. Al paso por la Rioja se consumen grandes cantidades de vino, de queso y de jamón. Se hacen amistades jaraneras de las que es difícil librarse. La tercera es la de la introspección. A ello ayuda la llanura castellana, los profundos horizontes, los senderos rectilíneos, el silencio del amanecer. Por fín, sucede el síndrome de la cuarta semana, el ansia por llegar cuanto antes a Santiago, sin una razón que explique ese desasosiego. Cada uno vive su propio camino, este es el que yo he vivido.

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