domingo, 9 de noviembre de 2014

Camino. Final



     Vuelvo en tren, reconozco los lugares por los que he pasado, los ríos, los montes y llanuras, ciudades y pueblos. Recuerdo ya lo que he vivido tan despojadamente, tan sin pensar en que quedase huella, albergues, restaurantes y tiendas, personas con las que he caminado, un tiempo que ha sido completo, sin que le faltase o sobrase algo y que ahora añoro, que ya pienso en volver a repetir. Pensaba haber hecho el viaje solo, un viaje interior, volé en las subida a los Pirineos, pero una pareja tan rápida como yo se me fue pegando a los talones, Ian y Xavi. Caminamos juntos hasta Logroño. Antes se nos unieron y nos dejaron Patxi y Blanca, vasco y gallega de Oiartzun. Daniel, el cocinero sin nada en el bolsillo, que nos acompañaba hasta que se le cruzaban los cables y cogía un bus o hacía autoestop. José Luis llegando a Vilafranca Montes de Oca y abandonando en Burgos. Cristian se nos unió en Hontanas, Juanpa en Boadilla, lo dejamos en Molinaseca, junto al hermoso puente sobre el río Meruelo. En Foncebadón, Carlos, que llegó hasta el fin de la tierra, un poco después, en Barbedelo, Javier, xarnegos hasta el tuétano. En Santiago, Fran y José, el leonés. Y a lo largo del camino, Allegra, la joven italiana llena de tatuajes, y Sarah, la chica de Ohio que hablaba español que una noche, en Hontanas, vino conmigo y con Homer, el isrealí, a ver las estrellas, y Felipe que quería ver el botafumeiro en acción y no lo consiguió, el padre coreano tan efusivo, el japonés solitario, la alemana de Friburgo que llevaba tres meses viajando, y la Heildelberg con su mochilón, el italiano que tenía los calcetines como los míos, Luis, el mexicano que desayunaba con botellines Benjamin y se dormía con el réquiem de Mozart, el joven hermético húngaro, siempre con una bolsa en una mano y una escueta mochila -¿dónde dormía?-, la eslovena y sus amigos holandeses, el irlandés y las chicas de Alaska, la cubana y la murciana amigas, el ángel de Samos, David que lleva cinco años en su Casa de los dioses y tantos otros. Dejaron huella los hospitaleros de Estella, de Bercianos, de Foncebadón y mucha gente anónima con la que me hubiese gustado intimar, como la sueca con la que conversé una mañana en San Martín del Camino.

      El camino proporciona una inusitada sensación de libertad. Creo que eso es lo que mueve a la gente. La condición es comenzarlo a solas, sin miedo, la compañía vendrá sobre la marcha. También realizarlo de una vez y completo para que puedan cumplirse los plazos de la liberación. Constreñidos por la maraña de normas y obligaciones, de deudas y lazos, de costumbres y afectos, la vida del hombre social es un intricado dédalo en el que nos falta el aire. Vivir un mes en la burbuja del camino proporciona la ilusión de un nuevo comienzo, la fe en la construcción de un hombre nuevo. He conocido a muchos que acababan de vivir un acontecimiento traumático, otros lo tenían en el pasado remoto aunque seguía actuando en ellos. De la mayoría se podría decir que sus vidas no eran felices. Lo propio del camino es caminar con el único objetivo de llegar al punto prefijado, se van consumiendo etapas con ritmo vivo o más lento, saludando o conversando con aquellos que se va encontrando. Si la conversación prende o la persona tiene atractivos se amoldan los pasos y se viaja juntos. Se para en algún bar o en un paraje hermoso, se continúa conversando al llegar a destino, ante un menú barato o se compra en un súper para hacer la cena juntos si el albergue dispone de cocina y menaje. Por la tarde, tras la siesta, se pasea por el pueblo o la ciudad a la que se ha llegado o, simplemente, se departe de nuevo ante una cerveza dejando pasar las horas. Se habla en diversos idiomas, de preferencia en inglés, pasando de forma natural de uno a otro. La conversación es diversa, aunque se prefieren temas y anécdotas del camino, gente peculiar que se ha conocido, historias que se han oído y se repiten sin cesar. Los temas políticos y futbolísticos no dan mucho juego, aburren por lo general, porque ese es uno de los asuntos de la vida rutinaria de los que se está huyendo. Junto a la libertad, la fraternidad es otra de las sensaciones fuertes. No sólo camaradería, se crean fuertes vínculos con la gente con la que se camina. La sonrisa salta cuando se vuelve a encontrar a gente que se había dejado atrás. Se producen grandes abrazos, aunque me temo que fuera de la burbuja del camino, de vuelta a la vida cotidiana todo eso se evapore. Se forman parejas, unas fugaces, otras más duraderas. Hay bastantes negocios, bares y restaurantes y albergues, llevados por gente atrapada en el camino, como el bar de la alicantina y el croata a la entrada de Bercianos, pero me temo que todos tengan plazo de caducidad.

    Desde este punto de vista son gente extraña o directamente extraterrestres aquellos que hacen el camino por tramos, de año en año, los que lo hacen en familia o en pareja cerrada, los roqueñamente solitarios, los que envían sus mochilas en taxi, los que reservan en hoteles. Recuerdo a una pareja de escoceses antindependencia de impoluto vestuario y cabello dorado moldeado, a la entrada de Logroño, con una ligera bolsa de diseño en la espalda ella, empujando la puerta de un hotel de tres estrellas. O a los primeros compañeros de Javier, un juez de menores, un directivo de multinacional y otro de conservas, cuyas mochilas transportaba una furgoneta, alojándose en Astorga en un hotel de cuatro estrellas, eso que su camino no pasaba de cinco días. En el camino también hay clases, aunque cualitativamente invertidas.

    El camino como burbuja es propenso a la ensoñación y a la utopía. La idea de que con poco se puede vivir, que se puede prescindir de casi todo lo que ofrece el capitalismo, la sociedad consumista, de que otro mundo es posible. Mucha gente atrapada en el territorio del camino juega con esa idea, algunos con buena fe, otros como gancho comercial. Albergues nueva era, tiendas verdes, eslóganes veganos. No suelen ser los más baratos. Recuerdo a una mujer en Murias de Rechivaldo que a todo el mundo trataba de usted, lleno su restaurante de lujuriosas tentaciones, por cuya boca salían sapos contra el poder y cuya despedida era un grito por "El salario social, la renta básica", que me cobró cuatro euros cincuenta por un café y una tostada. En las conversaciones, tras las cenas comunitarias, en los albergues parroquiales, sale de forma invariable el asunto de que estamos demostrando que con poco se puede vivir. Lo verdad es que no es del todo cierto. Son pocos los albergues que piden la voluntad como donativo y en algunos hasta ésta está reglamentada en cinco o seis euros. En los privados hay que pagar 10 o 12 euros. A eso hay que añadir otros 10 0 12 por el llamado menú del peregrino, los cafés y bocatas que se toman durante la jornada, más lo que se gasta en la cena, ya sea preparada con lo que se compra en los súper u otra vez de menú en un restaurante. Cada jornada no se hace por menos de 30 euros. Multiplíquese por los treinta días que dura el camino y añádanse los extras. No parece que sea una peregrinación para pobres, aunque hay gente que lo es o lo parece y otros que viajan sin un euro a cuenta de las amistades que van haciendo o de la cara de niño desvalido que ponen ante los hospitaleros. Aunque es cierto que hay individuos fantasmas a los que se ve en el camino pero nunca en los albergues.

       Y los romeros peregrinos, ¿dónde están? Los auténticos caminantes cuyo viaje es espiritual existen, pero son minoría, pasan desapercibidos entre la multitud de los hedonistas y los atletas. No tienen prisa, manejan gruesos diarios en los que escriben durante horas, acuden a la misa de peregrinos en cada localidad donde la haya, visitan ermitas, iglesias, lugares sagrados, son frugales, sonrientes, tímidos y se paran en Santiago, no siguen más allá. Lamento no haberme acercado a ellos, no haber compartido sus inquietudes.

      Restado todo eso, si es que hay que restar, el camino es fuente de inagotables experiencias, un modo no demasiado costoso de reencontrarse a sí mismo, de huir del agobio de la cotidianidad, una terapia sin igual. No hay terapia psicológica que se le resista, que resulte más barata y más efectiva. Yo recetaría un camino, al menos una vez en la vida, si es posible uno por década, a partir de los treinta, para solventar las sucesivas crisis. Y hay caminos para dar y tomar: septentrionales y meridionales, orientales y franceses y el propio camino que cada cual se pueda construir. Y múltiples modos de hacerlo: andando, que yo aconsejaría siempre la primera vez, en bici, a caballo. También hay, como he comprobado, quien lo hace en bus o en furgoneta. Me hubiera gustado vivir la experiencia de la que habla Jean-Cristophe Rufin en su libro pero no lo he logrado. Tendré que volver a hacer el camino con otra actitud. Lo haré.

     Y una cosa sorprendente, extraordinaria, el descubrimiento jubiloso de que caminando se puede llegar a cualquier parte.
 

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