domingo, 16 de noviembre de 2014

Adiós a la ciudad


      Hace un par de días fui allí donde la ciudad de forma natural termina, a la confluencia del Pisuerga con el Duero, cuando ya sabía que me iba, que dejaba esta ciudad quizá para siempre, como he dejado otras. Y ya la estoy añorando, tras haberme costado tanto hacerme con ella. Los amarillos y ocres ya se han impuesto en sus riberas, en los álamos y chopos, fresnos y saúcos, un escalón por debajo de los maizales encharcados. Las aguas del primero fluyen con violencia, precipitándose por el azud sobre la mansa corriente del Duero, ayudadas por las lluvias de estos días pero también por el salto que han de dar para rebajarse al gran río que va agrandando su caudal hasta Oporto con grandes afluencias como la cercana del Adaja. En la gran charca que se forma en la confluencia se desliza una bandada de cormoranes que caminan sobre el agua, un juego de aprendizaje de las criaturas jóvenes, hasta que intuyen la presencia humana. Son unos cuantos kilómetros desde el centro de la ciudad, mucho más allá del límite administrativo del municipio, más allá de Arroyo, sobrapasado el cerro de Simancas, hasta la pequeña Pesqueruela, pero es por ahí por donde se va, la ciudad y su río, en su actual indefinición, buscando vestigios del pasado, motivos para su difícil preeminencia, el enganche con el río que enhebra la comunidad de la que quiere ser capital, los legajos guardados en Simancas que le dan empaque, brillo de la apagada gloria, cuando pudo ser lo que no ha llegado a ser, tan bien visto en esa exposición actual, tras los lienzos blancos del castillo de Simancas, de las embajadas Tensho y Keicho que abrían la posibilidad del comercio con Japón, en época de los Felipes y que se quedaron en nada.

       Salgo hoy en la otra dirección, elevándome por uno de sus cerros, avistando todos los demás, los que conforman ese abanico que la define en un mapa, hacia la confluencia del Carrión con el Pisuerga y más allá, donde lo busca el Arlanzón, hacia otra ciudad castellana, húmeda y fría, donde no me gustaría vivir pero donde he de vivir, al menos por un tiempo, una ciudad que nunca me ha dejado aunque tantas veces he renunciado a ella. Los alisos y chopos, los fresnos y arces encienden la llanura aluvial. En los surcos de las tierras ocres y rojizas, levantados en las últimas semanas brota el mortecino fulgor del agua que cae. No hay cielo esta mañana, sólo una uniforme masa gris que quita al espacio su extensión, esa cualidad que hace de Castilla un territorio único, tan cercano a la abstracción.

2 comentarios:

José Manuel Jordán dijo...

No hay duda que cuando uno se marcha algo deja y algo se lleva.Irse es el olvido. Y si la ciudad, sus sensaciones, sus vivencias nos acompañan uno no termina de marcharse. Vivir es asumir y aprovechar lo que el futuro nos depara. Suerte. Y no abandones el amor por la lectura, por vivir, por seguir haciendo tus anhelos.

Toni Santillán dijo...

Gracias, JMJ.