lunes, 27 de octubre de 2014

Camino 21


       De Astorga a Foncebadón. Es tal la variedad y potencia del paisaje humano del camino que la introspección es casi siempre postergada. Tan sólo en las horas matinales del caminar la mente puede alentar el vuelo. Supone un gran esfuerzo mantener el equilibrio entre las dos tentaciones, la de los atletas hedonistas y la de los solitarios místicos. Los primeros despliegan su fortaleza por las mañanas en largos maratones pedestres, buscando alternativas al camino central, alargando la ruta por encima de los 40 kms. pero por la tarde despierta en ellos la pulsión epicúrea en torno a litros de cerveza, innumerables botellas de vino, o cava, cantos en torno a una guitarra o charlas donde privan las risas, con los ojos puestos en alguna chica o chico de su agrado. Cosmopolitas, dinámicos, jóvenes por lo general, americanos, alemanes, nórdicos, sudamericanos, españoles. En ocasiones dejan la mochila en el albergue y duermen en algún otro lugar. Los místicos son inasibles, salvo los muy pesados que van en grupo. Durante varias etapas hemos soportado -mal- a un grupo de franceses que viajan con sacerdote. Una parte va caminando, otros en furgoneta con las mochilas, quienes reservan temprano las plazas del albergue antes de que llegue el resto de peregrinos. Acaparan una zona que aíslan del resto. Comen aparte, rezan y cantan con su cura, un tipo repelentillo con alzacuellos de remilgadas maneras, que siempre que puede hace ver su especial condición. Incluso en las Carvajalas de León, donde los peregrinos fuimos invitados al canto de las completas, dirigido por la superiora de la comunidad, tuvo que cerrar el acto, sin que se lo pidieran, bendiciendo a los presentes. Los místicos solitarios son otra cosa, viajan solos y a duras penas saludan o conversan con los demás, aunque participan en las cenas comunitarias y, a veces, si se deciden a hablar, sorprenden con duras confesiones. Van dejando mensajes en árboles, señales de tráfico o en los troncos de los árboles, construyen cruces con troncos que dejan en los senderos con algún elemento personal, un pañuelo, una camiseta. Escogen albergues parroquiales ensimismados en largos diarios personales en los que escriben durante horas, meditan en sus literas, con los ojos a medio cerrar y las manos unidas y se aíslan de las conversaciones banales del resto de los peregrinos. También hay solitarios sin más, de difícil, a veces hosco trato. Algunos vienen de muy lejos y si se les habla es lo primero que dejan caer. Luego están los orientales, en grupo o solitarios, que agradecen que se les hable, aunque la conversación se hace elemental.

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