domingo, 26 de octubre de 2014

Camino 20


        De San Martín del Camino a Astorga. Se llama David. Nació en una ciudad, pongamos Barcelona, hace 39 años. Tuvo empresa y la perdió o la dejó o quebró. Tuvo mujer e hijos, también los perdió o le dejaron o los dejó. Recorrió mundo hasta que dio con el camino o el camino le tocó. Desde hace cinco años está a su vera, en el monte, a pocos kilómetros de Astorga. Una cama junto a una pared de un antiguo corral, con un techo ligero y una cortina para protegerse del frío. Una especie de carromato chiquito lleno de fruta, agua y zumos para que los peregrinos tomen lo que gusten, incluso pueden comer si lo necesitan o quedarse a dormir y si les viene bien dejan una propina o no dejan nada. Pantalón corto, camisa de tiras, descalzo, moreno, en buen estado de salud física y mental. La Casa de los Dioses titula su tingladillo, y a los que pasan les invita a que tomen lo que quieran del paraíso. Habla con quien esté dispuesto a escuchar su historia y a contar la propia. El tiempo no corre en este lugar. Su filosofía es sencilla. No se necesita dinero para vivir. El miedo y la culpabilidad mueven el mundo. Comparte lo que tengas. No te preocupes más allá del instante que estás viviendo. Un eremita hedonista del siglo XXI. Parece natural y sincero, vive según esos elementales principios. No quiere hacer escuela, que le sigan o que alguien lo abandone todo para hacer como él. No sabe más del mundo que lo que le cuentan los que por allí pasan. No necesita la ciudad, sus tentaciones, sus necesidades impuestas y cambiantes. No hay conformismo en su actitud, puro disfrute del instante. Algunas mujeres se paran ante la casa de los Dioses y comparten con él. Durante algunas semanas, incluso durante un par de meses ha tenido compañera, pero es difícil elegir entre las obligaciones del mundo y este vivir de la nada literalmente. No se adivina impostura ni rebozado místico. Todo son preguntas que él se ofrece a responder con amabilidad y entusiasmo. No utiliza los trucos del predicador ni el empalago del embaucador moderno.

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