martes, 19 de agosto de 2014

Un puente sobre el Drina


            El puente sobre el Drina fue construido por la voluntad de un visir, Memed Bajá Sokolovic, un muchacho cristiano de las tierras de Bosnia, arrebatado a una familia de campesinos, como era costumbre en aquella época para formar el cuerpo de jenízaros, llevado a Estambul y convertido en un personaje importante, rico y poderoso. La novela va contando la historia de las gentes que se agrupan en torno a la confluencia del Drina con el Rzav, en la kasaba de Visegrad, sus barrios, arrabales y pueblecitos de los alrededores, las vicisitudes en la construcción del puente, en 1566, la calidad de los materiales, el ingenio de los hombres que lo hicieron, la incredulidad de los vecinos ante tan magna obra, los intentos de sabotaje, los abusos, la integridad y la corrupción. La historia grande de cuatrocientos años, de tanto en tanto, se detiene en la historia menuda de los hombres que dejaron huella, de quienes se guarda memoria, como la de aquel campesino, Radisav, que saboteaba de noche lo que de día se construía, a quien detienen y con gran detalle se nos cuenta su empalamiento.

            Sobre las aguas del río, sobre el propio puente y su kapija, una terraza, a uno y otro lado, en el centro donde el puente se ensancha, en Visegrad y en las aldeas que lo rodean, se suceden los acontecimientos, las periódicas inundaciones que la gente recuerda de generación en generación, las insurrecciones serbias contra el imperio turco o las historias románticas como la de Fata, la bella y orgullosa muchacha de Velji Lug, a quien el hijo mayor de la rica familia Hamzic, de otra aldea, Nezuke, le dijo que un día su padre la llamaría nuera, pero ella le contestó que antes Velji Lug bajaría a Nezuke. Una historia que como todas las historias románticas no acaba bien.

            La vida secular de las tres comunidades que habitan la zona, turcos musulmanes, cristianos serbiobosnios y judíos, transcurre sin sobresaltos en el tiempo lento de los siglos pasados. De vez en cuando se producen levantamientos serbios, pero aunque las emociones están a flor de piel no trascienden, hasta que ya en el XIX llega el ejército austrohúngaro pone fin al dominio otomano. Cuando el nuevo dueño del puente introduzca cambios importantes en la administración, construya el ferrocarril e importe un nuevo estilo de vida, más occidental, más cristiano, la ciudad irá mudando como también cambia lo que se cuenta y el modo de contarlo, el plano general cede paso al detalle. Aparecen personajes más individualizados, con caracteres llamativos, el del jugador que en una noche se juega la entera hacienda y la propia vida con un extraño que desaparece misteriosamente. El soldado de guardia en el puente, un ucraniano fuerte e ingenuo, que se enamora de una muchacha velada que lo cruza y que en ello le irá la vida. La compleja Lotika, dueña del nuevo hotel que se construye junto al puente, sensual y casta a un tiempo, capaz de manejar a cuanto hombre acude al reservado para rondarla para que acabe dejando su dinero en bebida y apuestas. Sarko el Tuerto, que con otros se reúne en la taberna de Zarije hasta altas horas, emborrachándose cada día, al que sus compinches le hacen creer que la más bella moza, Pasa, sueña con él, incluso después de que Pasa se case con un rico comerciante del bazar, un hombre mayor que ya tiene otra mujer, se permite la ensoñación aunque sabe que se burlan a su costa. Y ese otro personaje, Ali Hoja, siempre a disgusto con los cambios, que se reconcome por dentro, que ante la inminente llegada del ejército austrohúngaro se niega a participar en la inútil resistencia y por ello le clavan la oreja a un poste en la misma Kapija. Negociantes y soldados, serbios, turcos y austriacos en los últimos años del siglo XIX, los mejores sin duda para esas tierras, a pesar incluso de incidentes como el asesinato de la emperatriz Isabel por un anarquista italiano.

            Pero según va avanzando el nuevo siglo las cosas empiezan a cambiar. Los estudiantes se desplazan a estudiar al liceo de Sarajevo y después a Viena, Budapest o Zagreb. En las vacaciones de verano traen modas e ideas que no se conocían en este rincón, discuten en la kapija con el ímpetu de la juventud, defendiendo el nacionalismo eslavo frente a los imperios decadentes que les han dominado o el socialismo que han leído en libros que les llegan en colecciones alemanas. Visegrad asiste entre la pasión y el aturdimiento a las guerras que esas ideas originan, 1912 y 1913, y por fin el verano de 1914, cuando asistimos al último episodio junto al puente sobre el Drina.


            Acabado de leer el libro, impregnado de empatía, echo en falta la continuidad. En los primeros días de la guerra, los austriacos en su retirada, minan el puente ante el avance de los serbios y ya nada volverá a ser igual. ¿Cómo se reconstruyó? ¿Volvieron a reasentarse los vecinos que abandonaron Visegrad? ¿Cómo se vivió la fundación del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos y luego la del Reino de Yugoslavia, las tensiones entre sus diferentes nacionalidades, la llegada de la otra gran guerra, el socialismo de Tito, las guerras de independencia, tan cercanas a nosotros, la vida en la actual Bosnia-Herzegovina? Pero Ivo Andrić no podía llegar a tanto. Escribió la novela en Belgrado, durante la Segunda Guerra mundial y la publicó en 1945, le dieron el Nobel en 1961. Nacido en Bosnia en una familia de origen croata, estudió en Viena, Zagreb y Cracovia, vivió la mayor parte de su vida en Belgrado y allí murió. Podía explicar los acontecimientos anteriores a la Primera Guerra mundial, pero cómo distanciarse de los que vivió con intensidad. Ivo Andrić pertenecía a un país que no pudo ser.


            Como en todos los grandes libros, Ivo Andrić desarrolla una idea, metaforizada en el puente, la del entendimiento y convivencia, el puente como lugar de paso entre el Oriente de la islámica Turquía y el Occidente del más complejo mundo cristiano representado por el imperio austrohúngaro. Junto al puente vive una abigarrada comunidad de musulmanes, o turcos como se dice en el libro, que están cómodos con la dominación otomana y luego la añoran, cristianos, la mayoría ortodoxos, algunos de los cuales ven con buenos ojos el cambio de imperio, aunque otros conspiran a favor de Serbia, y judíos, la mayoría sefarditas aunque también asquenazíes. Una comunidad durante muchos siglos estable pero que se va alterando con la llegada del nuevo poder imperial que arrastra a gente de muchas procedencias. La convivencia de siglos, ese puente que permanece intacto, cuya kapija sirve de lugar de charla y encuentro, epicentro de la vida de la kasaba, se ve arrastrada por el vendaval que se desata en los Balcanes a finales del XIX por la irrupción de los nacionalismos que acaban con el sistema imperial y dejan maltrecho, ya en 1914, al propio puente. Ivo Andrić nunca expone sus ideas directamente, deja que sus personajes hablen, debatan o cuenten al ritmo de los cambios políticos. Narra con estilo clásico, preciso, al principio con un ritmo propio de las mil y una noches, las historias se van enlazando con el tiempo moroso de los siglos pasados, las vidas como ciclos naturales, como se recuerdan riadas e inundaciones, después el ritmo se aviva y aparecen individuos cuya peripecia se recuerda, se gana en intimismo, incluso en análisis psicológico, cuando se acerca al tiempo contemporáneo, y cuando la historia se acelera las vidas son zarandeadas en el vórtice del huracán de 1914. El puente sobre el Drina es una novela sabia porque el autor desaparece tras las historias y los personajes, únicamente de vez en cuando el narrador se afirma como perteneciente al lugar pero sin decirse cristiano o musulmán, turco o eslavo, siempre del lado de la voluntad de vivir frente al imperio del poder. Un clásico.

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