sábado, 5 de julio de 2014

Torres gaudinianas en el Cerrato


Hay una altísima humedad en el ambiente. Llovizna. Los truenos han pasado. La mente es menos ágil que los dedos en esta tarde festiva en la ciudad triste.

            El verano ha entrado sin fuerza en estos primeros días de julio. Estamos en el Cerrato palentino, tierra seca y ondulada con montañas de yeso horadadas, hoy bodegas, bares y restaurantes con ricas chuletillas en Cevico Navero, que la gente para su desgracia desconoce. No es una tarde calurosa. La mañana de Las Edades en Aranda, agradable. Da gusto pasear por sus calles y tomar una tapa en el Lagar de Isilla. Sin embargo, hemos preferido para comer el lechazo de Roa, persiguiendo la fama del Nazareno, algo seco para mi gusto. Guasapeo a mi amigo Claudio, que sí, que el Nazareno está entre los cinco mejores, pero que el número uno es otro y está en Sacramenia, aunque le alabo la extraordinaria panorámica del valle del Duero que se divisa desde el mirador, justo debajo del Nazareno. Así que subimos y bajamos por las cuestas del Cerrato. Nos llaman la atención las torres de dos grandes iglesias. Paramos buscando el centro de la población, una plaza con altos soportales. A la sombra no se está del todo bien, tampoco al sol, hay que buscar un punto intermedio para ver si son capaces de ganarle a la Argentina del desdibujado Messi.


            Caminamos con indolencia por el pueblo tras el partido buscando una de las dos iglesias. Desde lo alto, junto a una ladera erizada de torres gaudinianas, chimeneas que asoman de las bodegas excavadas, contemplamos el valle seco herido por el sol que declina. En un banco inhóspito, fabricado a la brava en hormigón desnudo, dos mujeres conversan sobre otras mujeres a las que no tienen en mucho estima. Fotografío ese paisaje, mientras un hombre con boina y ropa de hombre de campo, trabajado por el tiempo, asciende hacia las bodegas. Le pregunto por qué el pueblo tiene dos iglesias tan grandes. El hombre -siento ahora no haberle preguntado cómo se llama- se hace a sí mismo la pregunta,
      - ¿Por qué hay dos iglesias en el pueblo?
            Cierra los ojos y se lo piensa. Voy comprendiendo que no está acostumbrado a hablar y que ahora que se le presenta la ocasión quiere construir con decencia las frases. Sabe que sin palabras el hombre es poca cosa.
-          Ahora, aquella de allá es una ermita.
-          Demasiado grande para ser ermita.
-          Mire –dice-, el tiempo no pasa en balde. ¿Ve ese cementerio? Ahí hay una frase que dice: “Lo que eres yo fui y lo que soy tú serás”.
Se queda callado un instante. Desgraciadamente su tiempo no es mi tiempo, lo comprendí más tarde, lo comprendo ahora. Él estaba elaborando, quería mostrar mucho más que su mera presencia física. Le urgí sobre el porqué de las dos iglesias. Entonces volvió a hablar tras un breve balbuceo.
-          Los del Arrabal no querían ser menos que los del Castillo. Construyeron la iglesia de abajo.
-          Pero aquí no veo ningún castillo.
-          Ahora no, pero lo hubo -en su cara se dibujaba media sonrisa-. Cuando yo era chico nos peleábamos los de los dos barrios. Teníamos nuestro orgullo.
Entonces se enreda en un monólogo sobre el paso del tiempo. Por sus ojos semicerrados van desfilando imágenes, su lengua torpe las enhebra intentando darles coherencia. No me he quedado con las frases, no le escuchaba. Él miraba hacia el pasado, hacia la vida que se le había ido. Yo pasaba por ese presente diminuto. Nuestros tiempos no coincidían. No me detuve, no dejé que cantara, mi cuerpo se movía con otro ritmo. Que nos íbamos, le dije, aunque el siguió un poco más. Solo pudo añadir cuando le dábamos la espalda:
-          La vida es la ruleta donde apostamos todos. Adiós, adiós.

Baltanás. El Cerrato.

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