Una flecha
deslizándose sobre un mosaico. La flecha de la vida de Philip Bowman, piloto de
guerra en el Pacífico durante la guerra de Corea, editor en una pequeña
editorial de Nueva York, casado con una hermosísima mujer, Vivian, de buena
familia que lo deja porque la huella del padre y de su mundo es demasiado
poderosa, amante después de una londinense, Enid, a quien ve poco porque no es fácil
mantener una relación viviendo cada uno en una orilla del Atlántico, más tarde
de otra mujer, Christine, casada con un hombre griego, con quien quiere vivir, por lo que compra una
casa junto a un lago y la pone a nombre de los dos, pero luego ella lo traiciona, y aún más tarde y como de pasada un corto episodio con la hija de Christine, Anet, en París, que
se convierte en su venganza, y ya por fin otra mujer, Ann, compañera de trabajo,
treintañera, mucho más joven que él, en realidad todas las mujeres son más jóvenes
que él. El mosaico, las muchas vidas que la flecha va encontrando en su trazada.
Compañeros de la guerra, editores de su empresa y de ambos continentes, padres,
hermanos, cuñados de sus mujeres, su propia familia.
La novela
está montada pues como un mosaico en continuo movimiento, piezas que se juntan
y desaparecen, nuevas de brillante colorido y otras que no acaban de encajar. Aunque
el hilo conductor es Bowman y su historia, muchos capítulos hablan de otros
personajes. La vida de Bowman es ligera, inconsistente casi, una vida que flota
sin hallar asiento. En realidad ese efecto lo produce la memoria que se detiene
en unas cosas, las que recuerda, otras las ha olvidado. Mirando al pasado sólo unos pocos hechos están
cargados de emoción o sentimiento, no las rutinas, los tiempos muertos que
engarzan la larga cadena que va constituyendo el presente. Es un escritor mayor,
James Salter, por encima de los 85 años, quien echa la vista atrás, cuando ya
la vida carece de sustancia. Lo bueno y lo malo de esta novela tiene que ver
con su edad, el elogio de lo que fue, la melancolía, la forma tranquila y
elegante de despedirse, pero también esa forma demasiado rápida de fijar los
sucesos esenciales, los caracteres femeninos –y masculinos- presos de una única
cualidad o defecto, la yuxtaposición de tantas escenas de sexo, de
conversaciones llenas de referencias al mundo de la cultura, pintores, escritores,
artistas, libros, vinos con nombre, ciudades, episodios de la historia, anécdotas
de gente famosa, toda una colección de joyas que han de adornar al hombre
mundano. Cada mujer que pasa por la vida
de Bowman está asociada a un país o a una ciudad europea, España, Londres,
Italia, Grecia, París, de las que se describen sus ciudades o sus calles, más
pintorescas, el arte, el tipismo, su singularidad. Lo que une a los diferentes
personajes no son procesos interiores, personalidades complejas, exaltaciones y
hundimientos, complementarios o incompatibles, sino el ramillete de objetos
que les adorna, el eco de los lugares donde se mueven. Por supuesto se mantiene
el estilo limpio, las frases cortas elegantes, la narración de los hechos sin
detenerse demasiado en ellos, los breves indicios de lo que va a suceder más
adelante, el intento de captar la vida al vuelo, convirtiéndola en escritura. En fin, que no es lo que James Salter ha sido, pero algo queda del escritor que tanto me gustó en Quemar los días.
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