jueves, 3 de julio de 2014

Apoyada en la columna


            La ciudad esta en fiestas. San Pedro. Una multitud la recorre de arriba abajo. Suenan dulzainas y cohetes, hay trajes regionales. A esta hora la gente se está desperezado. La tarde es calurosa, pero una parte de la plaza está arbolada. Debajo hay mesas, la gente toma batidos y cafés helados. La mujer está recostada en una columna del viejo ayuntamiento, sentada en el plinto, una pierna cruzada sobre la otra, la túnica roja ligeramente floreada recogida hasta la rodilla. El sol le da de pleno, ella le ofrece su rostro blanco y los brazos desnudos. La multitud podría estar contemplándola extasiada, las curvas de su cuerpo contra el ángulo recto que la enmarca, el rojo de su vestido y el blanco de su piel contra el ocre de la arenisca. No sé si la multitud la admira, yo sí, no puedo apartar la mirada de este momento que se me da. Sé que no puede durar y procuro atesorarlo. No tengo una buena cámara, una que tome un primer plano en la distancia. No he sido capaz de subsanar ese error, detenerme, dar cuerpo a la experiencia. La urgencia me ha podido. Mi mente siempre ha estado volcada en el futuro. Ahora sé que no hay nada superior a lo que ahora mismo está sucediendo. Ya es tarde. Todos mis artilugios están mal fabricados. Siempre sucede, en algún momento se dan cuenta de que alguien las observa, en seguida se dan cuenta de dónde procede la mirada. Cruza sus ojos con los míos en la distancia. Se aparta de su pedestal, se pone de pie, se sacude la melena y ahueca la túnica que le llega hasta los pies. Luego vuelve a recomponer la figura de Atenea con la sandalia al aire, recostada sobre la columna, con la misma desenvoltura, ágil, entregada, libre. Hoy los pintores desprecian esas imágenes, las dejan en manos de fotógrafos que repiten lo que tantas veces han visto. Sin embargo para mí es un momento irrepetible. En ningún momento se me pasa por la cabeza invitarla a tomar uno de esos batidos coloreados que están de moda, que todo el mundo en la plaza toma, o un fredo, el café batido que yo tengo en las manos. ¿De qué serviría? Esa mujer no es más real que las imágenes que yo almaceno en mi memoria. No converso con ellas cuando las veo reproducidas o las admiro en  un museo, como tampoco sus creadores conversaron con sus modelos. Alguien vio por vez primera esa composición, la plasmó y todos hemos bebido de esa fuente. De hecho cuando vuelve a salir del marco del ayuntamiento viejo y se pone de pie en la plaza sumándose a la multitud, pierde de golpe todo el encanto. No es muy alta, empieza a gesticular de forma vulgar, su cuerpo un amasijo de convenciones. Se prepara para acoger al hombre que llega. Quizá no crea merecer más que a un hombre con una camiseta azul desteñida, pantalones cortos arrugados y zapatillas.

            Poco después mi amigo JJ y yo conversamos sobre lo que ha ocurrido. Yo defiendo la superioridad de la belleza real sobre la plasmada por los artistas. La belleza recoge un momento de verdad, esos momentos escasos. El artista sería es un falsario, pues lo que hace es una copia de un momento verdadero. Platón. Ahora que escribo no estoy tan seguro. ¿Qué hay de verdad en esas experiencias que parecen únicas? Incluso lo que nos parece incontaminado, muchos otros lo han vivido antes que nosotros. Estamos atiborrados de imágenes. Ahora que pienso fríamente, todo lo que nos sucede tiene estructura de cuento. El momento de verdad y belleza es ilusión .

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