Entrar en
las películas de Wes Anderson es entrar en un mundo personal, por ello la
primera impresión es la definitiva, la que nos indica si nosotros encajamos
en ese mundo o no, si seguimos adelante o no. Me costó entrar en las anteriores, incluso alguna se me atragantó, Life Aquatic, pero el comienzo de The Grand Budapest Hotel me ha encantado,
literalmente, es decir, fue como caer con Alicia al país de las maravillas
donde los paisajes, aquí el paisaje interior de un gran hotel de los años 30,
los personajes, el habla, los sentimientos y emociones, la luz y el atrezzo son
los de los cuentos. El encantamiento dura mientras dura la exploración del
nuevo mundo que parece una animación de aquellas antiguas postales
tridimensionales o dioramas, los escenarios del hotel, el vestíbulo, las cámaras, las
escaleras, el ascensor, pasillos, corredores, los colores de las paredes, los
tapizados, el vestuario de los criados, la aparición de los distintos
personajes en los rostros de actores famosos que se prestan a elaborar
caricaturas simpáticas: el conserje del hotel, magnífico Ralph Fiennes enamorando a ancianas viudas ricas con su esmoquin púrpura; el joven botones
de origen oriental que cuenta la historia después de muchos años con la voz y
la presencia madura de Murray Abraham a un joven escritor, Jude Law, que llega
a un Gran Hotel casi vacío, en una época donde los Grandes Hoteles han sido
desplazados por asépticas construcciones de vidrio y hormigón; el serio
abogado representando diferentes causas, el altísimo Jeff Goldblum; el
detective malvado Willem Dafoe vestido de cuero negro a la gestapo; el heredero descontento, un enjuto Adrien
Brody; el maître asesinado porque conocía la clave para resolver el enigma de
la herencia, un Mathieu Amalric tan otro, tan diferente del director teatral de
La Venus
de las pieles que comenté hace poco; una especie de risueño SS, Edward Norton haciendo
de jefe de policía de la república imaginaria de Zubrowka donde sucede la
historia; el tosco preso Harvey Keitel; la estirada Clotilde, la criada
vestida de negro con mandil y cofia blanca, una Léa Seydoux que en nada se
parece a la sensual chica de La vie d’Adele; Saoirse Ronan en el papel de la dulce
pastelera que lleva dibujada una salamandra en la mejilla; la anciana
adinerada, en fin, una Tilda Swinton casi irreconocible, cuya herencia –el retrato renacentista Muchacho
con manzana- dará origen a la historia de intriga y persecución en la que
la peli buscará su continuidad tras la original presentación y tantos otros
actores cada uno en su nicho único de interpretación que le ha preparado Anderson.
El
encantamiento como digo se va diluyendo cuando el mundo nuevo se hace familiar
y las caricaturas de los famosos actores se prolongan más allá de la sorpresa
inicial. Eso pasa en general con las demás pelis de Wes Anderson, aunque aquí
se aguanta mucho mejor, por la brevedad de las escenas, por el ritmo rápido que
Anderson las imprime, por la ayuda de la buena música con aires de la Europa del este, por el peculiar modo de mover la cámara, por el zoom, la puesta en escena, el propio formato de la pantalla, en vertical y en horizontal, el maquillaje y peluquería tan originales, el estilo propio de este director.
Hay muchas pelis
que se parecen a esta, el espectador puede estar refrescando continuamente la
memoria buscando referencias, ¿de qué me suena este rostro?, ¿dónde he visto
antes esta carrera en moto, estos coches veloces por calles estrechas, esta
persecución en la nieve?, ¿dónde he visto estos decorados, estas habitaciones
achaparradas, este ascensor?, ¿dónde el peinado en escalera de Tilda Swinton,
la perilla de Goldblum, el negro de Adrian Brody?, ¿dónde esos pasillos y
habitaciones que parecen estantes o cajones de grandes cómodas? Hay una buena parte
de la historia del cine detrás de todo eso; películas de hoteles de lujo, de viajes en tren con asesinato, de balnearios de montaña, de comedias de aquellos años, pero todo estilizado por el genio de Anderson.
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