Philipp
Blom es un escritor alemán que se dedica a la divulgación histórica de periodos
de gran atractivo. Hasta ahora había leído dos de sus libros, los que dedica a la Enciclopedia : Encyclopedie.
El triunfo de la razón en tiempos irracionales
y a los comienzos del siglo XX, a los años anteriores a la Primera Guerra Mundial: Años
de vértigo. Cultura y cambio en Occidente. 1900-1914. Con ambos he disfrutado.
Su procedimiento es la acumulación de anécdotas, el foco sobre personajes significativos,
la suma de hechos singulares, emblemas de la época, con la intención de captar
su espíritu. Con ese método de coleccionista no es extraño que haya dedicado otro
de sus libros al afán de conquista y posesión que ha movido a muchos hombres a
lo largo de la historia. Este que ahora comento, El coleccionista apasionado.
Desde el renacimiento hasta la actualidad repasa la loca pulsión de tantos
hombres –hombres y no mujeres se encarga de señalar Philipp Blom- que, con el
fin de llenar el gran vacío que por uno u otro motivo había dentro de ellos,
codiciaban y conseguían objetos de todo tipo para desbordar sus casas o
palacios hasta llenarlos de colecciones y
perdurar en el tiempo, aunque lo que suele suceder es que colección y
coleccionista desaparezcan juntos porque los herederos no consiguen mantener la
misma pulsión.
Quizá todo
comenzase con las reliquias: primero de Cristo, desde los clavos hasta las
astillas de la cruz, pasando por la Santa Faz o el prepucio circuncidado, después de
los santos. Constantinopla y Colonia fueron los dos grandes centros emisores de
reliquias, el primero gracias a las expediciones de Santa Elena, la madre del
emperador Constantino, en busca de la cruz, la segunda por beneficiaria del
mito de Santa Úrsula y sus once mil vírgenes. Felipe II llegó a reunir en El
Escorial la colección más asombrosa de la cristiandad, más de siete mil piezas,
incluidos diez cuerpos enteros, ciento cuarenta y cuatro cabezas, trescientos
seis brazos y piernas, fragmentos de la Vera
Cruz o de la corona de espinas. Pero el brazo de San Vicente
o la rodilla de San Sebastián no consiguieron aliviar el dolor de sus
articulaciones atacadas por la gota en las últimas cinco semanas horribles de
su vida cuando agonizaba tendido en su lecho, “flotando sobre sus excrementos”,
porque nadie podía tocarlo, tal era el dolor que se le provocaba. Otro gran
coleccionista fue su sobrino Rodolfo II de Habsburgo en su castillo de Praga,
entre cuyos objetos más valiosos estaba el zenexton de Paracelso, “un amuleto
en un estuche engastado con piedras preciosas que contenía una mezcla hecha de
sapos, sangre menstrual de una vírgen, arsénico, oropimente, orégano de Creta,
perlas, coral y esmeraldas orientales”.
Es en el
Alto Renacimiento cuando aparecen las primeras grandes colecciones: la
aristotélica de Aldrovandi o la manierista de Rodolfo II de Austria que con su
mística alquímica volvía al neoplatonismo. John Tradescant está en el origen
del Ashmolean Museum de Oxford; Frederick Ruys, un anatomista holandés se
apasionó por el cuerpo humano y gracias a la taxidermia coleccionó cadáveres de
niños pequeños, dando pie a una curiosa moda la de cuadros alegóricos con
órganos humanos; Pedro el Grande con un peculiar gusto por los enanos y otras
criaturas anómalas y por las fiestas etílicas a las que obligaba a embajadores
y cortesanos llenó salas y salas con todo lo que le fascinaba: la anatomía, la
enfermedad y la muerte. Era famosa su colección de dientes que él mismo extraía
a transeúntes desprevenidos. Entre ellos una cantante, una persona que hacía
manteles, el obispo de Rostov o un veloz mensajero. Aquello que no podía
adquirir por sus manos simplemente lo compraba sin ahorrar en gastos. En el
origen del Museo Británico está la pasión desordenada de Hans Sloan por
acumular toda clase de objetos y seres. Ante tanta colección desordenada, tanta
afición a tener un gabinete de curiosidades, en el XVII y XVIII, fue necesario
que alguien estableciese pautas para ordenar la naturaleza. De las dos propuestas más importantes, la clasificación de Linneo
basada en los caracteres sexuales triunfó sobre la taxonomía morfológica de
Buffon. El afán por coleccionar naturaleza llegó al propio hombre y los museos
naturales se llenaron de momias humanas, primero egipcias y luego de negros
embalsamados, nunca de blancos claro está. El más famoso de todos ellos fue
Ángelo Solimán, un senegalés esclavizado que llegó a Viena de la mano de un
noble del siglo XVIII. Fue soldado famoso, hablaba varias lenguas, masón junto
a Mozart y Haydn, cortesano y tutor de príncipes, lo que no impidió, tras su
muerte, ser desollado y preparado para pasar a la posteridad como pieza
estrella del gabinete de curiosidades naturales de Francisco II. Esa afición
por las colecciones anatómicas perduró, al menos, hasta los patólogos del
Tercer Reich que las obtenían de los reclusos de los campos de concentración.
Tras la Revolución Francesa
las colecciones viraron hacia el mundo del arte y la paleografía, gracias sobre
todo a la rapiña de los soldados y coleccionistas de Napoleón. El más famoso de
todos fue Dominique Vivan Denon, que está en el origen del Museo del Louvre. O
John Duveen, quizá el primero de los grandes marchantes, que abastecía a las
grandes fortunas americanas como Randolph Hearst.
En la actualidad
cualquier cosa sirve como objeto para los fetichistas de las colecciones, desde
los envases de plástico a las medallas, desde los sellos a los zapatos o las
llaves. Como no podía ser de otro modo Philipp Blom hace un repaso a los
coleccionistas de libros, el más famoso de los cuales fue el británico Thomas
Phillipps, ya en el XIX, cuya ambición era tener un ejemplar de todos los
libros del mundo y que convirtió su casa y luego un enorme edificio, cuya
galería central de unos ciento cinco metros de largo recorría a caballo, en una
especie de osario donde nunca se abrían las habitaciones, donde el aire viciado
y el olor de los papeles era insoportable. Aunque es difícil saber cuánto
acumuló, se ha calculado que pudieron ser unos setenta y siete mil volúmenes, muchos
de incalculable valor por su rareza, que aún salen a subasta en Sotheby’s. También
hace recuento de aquellos que se conforman con los museos imaginarios o teatros
de la memoria, al estilo de los cuentos de Borges, donde la ambición es atrapar
todo lo imaginable, lo que fue y es y lo que podría ser. Incluso tiene un
capítulo dedicado a los coleccionistas de mujeres como Casanova.
Si el libro
de Blom no tiene precio contando historias de coleccionistas, pierde interés,
sin embargo, cuando intenta teorizar sobre el significado de esa pulsión.
No
comprendo como una editorial del prestigio de Anagrama haya dejado pasar una
traducción con tantos errores como los que contiene este libro. Muchas frases dicen
lo contrario de lo que deben decir. Por ejemplo, “Mi ejemplar no es único”, se
le hace decir a un coleccionista que acaba de arrojar al fuego un libro que
acaba de adquirir por un elevadísimo precio para que no haga sombra al ejemplar
único que ya posee. O esta otra, el
coleccionista que a los postres presentaba manuscritos únicos a sus invitados
para que apreciasen su singular colección, momento conocido según el traductor
como “El desierto de los manuscritos”, cuando es evidente que lo que quiere
decir es “El postre de los manuscritos”, por una confusión entre "désert"
(desierto) y "dessért" (postre).
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