jueves, 26 de junio de 2014

El coleccionista apasionado


            Philipp Blom es un escritor alemán que se dedica a la divulgación histórica de periodos de gran atractivo. Hasta ahora había leído dos de sus libros, los que dedica a la Enciclopedia: Encyclopedie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales y a los comienzos del siglo XX, a los años anteriores a la Primera Guerra Mundial: Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente. 1900-1914. Con ambos he disfrutado. Su procedimiento es la acumulación de anécdotas, el foco sobre personajes significativos, la suma de hechos singulares, emblemas de la época, con la intención de captar su espíritu. Con ese método de coleccionista no es extraño que haya dedicado otro de sus libros al afán de conquista y posesión que ha movido a muchos hombres a lo largo de la historia. Este que ahora comento, El coleccionista apasionado. Desde el renacimiento hasta la actualidad repasa la loca pulsión de tantos hombres –hombres y no mujeres se encarga de señalar Philipp Blom- que, con el fin de llenar el gran vacío que por uno u otro motivo había dentro de ellos, codiciaban y conseguían objetos de todo tipo para desbordar sus casas o palacios hasta  llenarlos de colecciones y perdurar en el tiempo, aunque lo que suele suceder es que colección y coleccionista desaparezcan juntos porque los herederos no consiguen mantener la misma pulsión.

            Quizá todo comenzase con las reliquias: primero de Cristo, desde los clavos hasta las astillas de la cruz, pasando por la Santa Faz o el prepucio circuncidado, después de los santos. Constantinopla y Colonia fueron los dos grandes centros emisores de reliquias, el primero gracias a las expediciones de Santa Elena, la madre del emperador Constantino, en busca de la cruz, la segunda por beneficiaria del mito de Santa Úrsula y sus once mil vírgenes. Felipe II llegó a reunir en El Escorial la colección más asombrosa de la cristiandad, más de siete mil piezas, incluidos diez cuerpos enteros, ciento cuarenta y cuatro cabezas, trescientos seis brazos y piernas, fragmentos de la Vera Cruz o de la corona de espinas. Pero el brazo de San Vicente o la rodilla de San Sebastián no consiguieron aliviar el dolor de sus articulaciones atacadas por la gota en las últimas cinco semanas horribles de su vida cuando agonizaba tendido en su lecho, “flotando sobre sus excrementos”, porque nadie podía tocarlo, tal era el dolor que se le provocaba. Otro gran coleccionista fue su sobrino Rodolfo II de Habsburgo en su castillo de Praga, entre cuyos objetos más valiosos estaba el zenexton de Paracelso, “un amuleto en un estuche engastado con piedras preciosas que contenía una mezcla hecha de sapos, sangre menstrual de una vírgen, arsénico, oropimente, orégano de Creta, perlas, coral y esmeraldas orientales”.

            Es en el Alto Renacimiento cuando aparecen las primeras grandes colecciones: la aristotélica de Aldrovandi o la manierista de Rodolfo II de Austria que con su mística alquímica volvía al neoplatonismo. John Tradescant está en el origen del Ashmolean Museum de Oxford; Frederick Ruys, un anatomista holandés se apasionó por el cuerpo humano y gracias a la taxidermia coleccionó cadáveres de niños pequeños, dando pie a una curiosa moda la de cuadros alegóricos con órganos humanos; Pedro el Grande con un peculiar gusto por los enanos y otras criaturas anómalas y por las fiestas etílicas a las que obligaba a embajadores y cortesanos llenó salas y salas con todo lo que le fascinaba: la anatomía, la enfermedad y la muerte. Era famosa su colección de dientes que él mismo extraía a transeúntes desprevenidos. Entre ellos una cantante, una persona que hacía manteles, el obispo de Rostov o un veloz mensajero. Aquello que no podía adquirir por sus manos simplemente lo compraba sin ahorrar en gastos. En el origen del Museo Británico está la pasión desordenada de Hans Sloan por acumular toda clase de objetos y seres. Ante tanta colección desordenada, tanta afición a tener un gabinete de curiosidades, en el XVII y XVIII, fue necesario que alguien estableciese pautas para ordenar la naturaleza. De las dos propuestas  más importantes, la clasificación de Linneo basada en los caracteres sexuales triunfó sobre la taxonomía morfológica de Buffon. El afán por coleccionar naturaleza llegó al propio hombre y los museos naturales se llenaron de momias humanas, primero egipcias y luego de negros embalsamados, nunca de blancos claro está. El más famoso de todos ellos fue Ángelo Solimán, un senegalés esclavizado que llegó a Viena de la mano de un noble del siglo XVIII. Fue soldado famoso, hablaba varias lenguas, masón junto a Mozart y Haydn, cortesano y tutor de príncipes, lo que no impidió, tras su muerte, ser desollado y preparado para pasar a la posteridad como pieza estrella del gabinete de curiosidades naturales de Francisco II. Esa afición por las colecciones anatómicas perduró, al menos, hasta los patólogos del Tercer Reich que las obtenían de los reclusos de los campos de concentración.

            Tras la Revolución Francesa las colecciones viraron hacia el mundo del arte y la paleografía, gracias sobre todo a la rapiña de los soldados y coleccionistas de Napoleón. El más famoso de todos fue Dominique Vivan Denon, que está en el origen del Museo del Louvre. O John Duveen, quizá el primero de los grandes marchantes, que abastecía a las grandes fortunas americanas como Randolph Hearst.

            En la actualidad cualquier cosa sirve como objeto para los fetichistas de las colecciones, desde los envases de plástico a las medallas, desde los sellos a los zapatos o las llaves. Como no podía ser de otro modo Philipp Blom hace un repaso a los coleccionistas de libros, el más famoso de los cuales fue el británico Thomas Phillipps, ya en el XIX, cuya ambición era tener un ejemplar de todos los libros del mundo y que convirtió su casa y luego un enorme edificio, cuya galería central de unos ciento cinco metros de largo recorría a caballo, en una especie de osario donde nunca se abrían las habitaciones, donde el aire viciado y el olor de los papeles era insoportable. Aunque es difícil saber cuánto acumuló, se ha calculado que pudieron ser unos setenta y siete mil volúmenes, muchos de incalculable valor por su rareza, que aún salen a subasta en Sotheby’s. También hace recuento de aquellos que se conforman con los museos imaginarios o teatros de la memoria, al estilo de los cuentos de Borges, donde la ambición es atrapar todo lo imaginable, lo que fue y es y lo que podría ser. Incluso tiene un capítulo dedicado a los coleccionistas de mujeres como Casanova.

            Si el libro de Blom no tiene precio contando historias de coleccionistas, pierde interés, sin embargo, cuando intenta teorizar sobre el significado de esa pulsión.


            No comprendo como una editorial del prestigio de Anagrama haya dejado pasar una traducción con tantos errores como los que contiene este libro. Muchas frases dicen lo contrario de lo que deben decir. Por ejemplo, “Mi ejemplar no es único”, se le hace decir a un coleccionista que acaba de arrojar al fuego un libro que acaba de adquirir por un elevadísimo precio para que no haga sombra al ejemplar único que ya posee. O esta otra, el coleccionista que a los postres presentaba manuscritos únicos a sus invitados para que apreciasen su singular colección, momento conocido según el traductor como “El desierto de los manuscritos”, cuando es evidente que lo que quiere decir es “El postre de los manuscritos”, por una confusión entre "désert" (desierto) y "dessért" (postre).

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