Es de
noche, la ciudad vacía se apaga dando paso a la tormenta, con una música que
promete comicidad y delicia, ingenio y cosquilleo perverso. La cámara abre las
puertas del teatro, empieza la función. En el escenario está manga por hombro, restos
de un musical –La diligencia- con grandes cactus fálicos, el director de
la pieza que se va a montar busca en el casting a una chica sexy y que no sea del todo tonta, lo dice al teléfono,
pero quien se presenta por esas puertas que se abren no es joven, y sexy ya se
verá, y desde luego no parece que la suya sea una formación clásica. Pero es
inteligente, tanto como para ir enredando al director que va cayendo en sus
trampas, trampas que se parecen mucho a las que ofrece la obra que se va a representar, La Venus de las
pieles, y se convierta al fin en su esclavo.
Me ha sido
imposible ver esta peli sin pensar en un doble recuerdo, uno privado y otro
público. El público tiene que ver con Polanski como persona y como artista.
Polanski transmutado en Mathieu Amalric, hasta con el mismo corte de pelo.
Polanski y su calvario judicial americano por una cuestión de sexo no
convencional; Polanski y su mujer, Emmanuelle Seigner. Polanki escribiendo con
el autor de la obra de teatro, David Ives, inspirada en el clásico literario de
Leopold Sacher-Masoch, de 1870, que tan aburrido me resultó en su momento,
Polanski dirigiendo en el espacio cerrado de un teatro, esos espacios cerrados
donde se desarrollan sus mejores películas, Polanski actuando a través de
Amalric, Polanski jugando al amor y al sexo con su esposa, la Seigner , que actúa
desdoblada en ingenua y chabacana, en torpe aprendiz y consumada experta. Como
los buenos libros esta peli es para verla dos veces, para recuperar todo lo que
no se ha captado a la primera, porque en la primera visión, además si se ve en
versión original, se atrapa el burbujeo del champán, el chispazo de ingenio, la
golosa actuación de los dos intérpretes en su cambiante vaivén. Emmanuelle
Seigner lista y tonta, suplicante y dominanta, libertina y feminista, mentirosa
y verdadera. Mathieu Amalric como doble de Polanski y como actor, como director
y adaptador de la obra y como personaje, como amante fiel y como perverso
aventurero en ese juego de cajas chinas que a cada escena nos descubren algo
nuevo. Una película con un escenario único que remite a una obra teatral de
éxito, que remite a un clásico de la literatura. Un director que dirige a un
director que dirige a una actriz que es la esposa del director. Pero por debajo de ese juego de espejos, de
ese chisporroteo está el hombre y la mujer, lo que aparenta y lo que teme pero
desea, la vida que escapa del molde. ¿Dónde está el hombre de una pieza? ¿Y la
mujer? Quizá existan pero no son cinematográficos, al contrario son muy
aburridos y a veces peligrosos cuando se empeñan en mostrar su identidad de hierro.
Me he
divertido como pocas veces, con la ductilidad de los actores con esos cambios
continuos de personalidad, de registro, con la facilidad de Polanski de mezclar
realidad y ficción, con la música burlona, de cabaret, que es como un personaje
más, como la iluminación. Y qué delicia ese final, en los títulos de crédito, donde van pasando los grandes
clásicos de la pintura con Venus como tema. En fin, un gran Polanski.
Cuando las
puertas se cierran y la cámara vuelve al exterior la tormenta ha cesado y el
pobre Amalric/Polanski queda encerrado dentro, encadenado a un enorme cactus/falo
mientras la mujer desnuda desaparece arrastrando una gran estola de pieles.
Castigado el Hombre por el Todopoderoso, al ponerle en manos de lo que más
deseaba, la Mujer.
El recuerdo
privado tiene que ver con una amiga, Carmen, y el éxito de su sobrina con esta obra en
México, de todo lo que comentamos justo antes de que se fuera para no volver.
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