jueves, 27 de febrero de 2014

Verano, de J. M. Coetzee


            El premio nóbel J. M. Coetzee nos ofrece de vez en cuando una parte de su biografía en forma de libro. De momento van tres entregas, Infancia, Juventud y Verano. Si las primeras eran algo más convencionales, aunque escritas en tercera persona, no se puede decir lo mismo del último libro. Abarca un periodo que va de 1972 a 1975. Salvo unos cuadernos de notas, muy fragmentarios, al comienzo y al final del libro, otras voces hablan por él, cuatro mujeres y un hombre. Los cinco testimonios tienen forma de entrevista que un tal Sr. Vincent les hace para fabricar una biografía sobre el gran escritor, ya fallecido, salvo en un caso, el de Margot. Aquí el entrevistador ha confeccionado un texto a partir de lo que ella le ha contado anteriormente, se lo lee y ella hace acotaciones marginales.

            Al leer las entrevistas sabemos tanto de los entrevistados como del propio Coetzee. Son personajes con una vida compleja que no se resisten a relatarle al entrevistador. Julia es una mujer casada y con una niña pequeña que se relaciona con John Maxwell Coetzee (JMC) por despecho o venganza tras enterarse de las infidelidades de su esposo. Por ella sabemos que en ese periodo JMC vivía con su padre en una casa de campo, en medio de una nueva urbanización, que no reúne las mejores condiciones. Julia describe los olores masculinos, las habitaciones diminutas, a JMC trabajando en una hormigonera reparando los defectos de la casa. Ve a ambos, padre e hijo, como dos hombres incompetentes, dos vidas fracasadas. John no estaba hecho para amar. “John no estaba a mi altura sexual”, era una especie de autista, como si amase a una imagen de mujer en su cabeza, “el sexo con él carecía por completo de emoción”. Para mostrar lo ridículo que podía llegar a ser, cuenta que en una ocasión John quiso follar con Julia bajo el ritmo del aria de violín del movimiento lento del Quinteto para cuerda de Schubert. Ella no podía tolerar que él la hiciese actuar como un violín. Sin embargo conserva como un hito de su vida erótica la media hora que tuvo con él en el Hotel Canterbury tras abandonar a Mark, su marido.

            La familia Coetzee solía reunirse por navidad en la casa familiar de Voëlfontain. Margot recuerda una de esas jornadas. John y Margot, primos, conversaban de niños, incluso llegaron a prometerse en matrimonio. Margot está casada con Lukas, a quien ama. Vive a caballo entre la granja de Lukas y una habitación de hotel donde trabaja de contable para poder pagar un sueldo decente a los trabajadores que tienen en la granja. Durante una excursión en un Datsun, Margot y John conversan. Margot intenta disuadirle de que se compre una casa en las desoladas afueras de Merweville, a pesar de que sea barata, a siete horas en coche de Ciudad del Cabo que es donde viven él y su padre. El pick-up se avería y ambos deben compartir la noche en su cabina, apretados para resguardarse del frío, lo que no agrada nada a Margot, pero le da la oportunidad de pensar en su primo: “Como un niño, este quisquilloso, testarudo, incompetente y ridículo primo suyo se ha quedado dormido con la cabeza apoyada en su hombro”. “¿Por qué su primo carece por completo de un aura masculina?”. “Está resentida con él porque había esperado mucho de John, y él la ha decepcionado”. Su hermana Carol dice esto de él, aunque Margot le defiende: “Vive con su padre, pero solo porque no tiene dinero. Un hombre que pasa de los treinta y sin porvenir. Huyó de Sudáfrica para librarse del ejército. Después lo expulsaron de Estados Unidos porque infringió la ley. Ahora no puede encontrar un trabajo apropiado porque es demasiado engreído. Los dos viven del patético salario que gana su padre en la chatarrería donde trabaja”. Piensa Margot: “No, ella y John pueden tener la misma sangre, pero, sienta lo que sienta por ella, no es afecto. Tampoco ama realmente a su padre. Ni siquiera se ama a sí mismo”. John es una mala apuesta como pareja.

            Adriana es una brasilera que llega a Sudáfrica desde Angola con su marido, Mario y sus dos hijas. Su marido, empleado como guardia de seguridad, es asaltado a hachazos, queda ingresado en un hospital y al fin muere. JMC se convierte en profesor de apoyo de una de las hijas de Adriana, Maria Regina. JMC conoce a Adriana, acude a clase de danza donde ella es la profesora (“carecía del sentido del ritmo”, “un hombre de madera”) y le envía cartas de amor, pero Adriana ni las lee. “Vi de inmediato que no era ningún dios. Le calculé unos treinta y tantos años, e iba mal vestido, con el pelo mal cortado y barba, cuando no debería haberla llevado, porque su barba era demasiado rala. También percibí enseguida, sin que pueda decir por qué razón, que era célibataire. Quiero decir que no solo no estaba casado sino que no era adecuado para el matrimonio, como un hombre que, al pasarse la vida entera en el sacerdocio, ha perdido su virilidad y se ha vuelto incompetente con las mujeres. Tampoco se comportaba de una manera correcta (me estoy refiriendo a mis primeras impresiones). Parecía fuera de lugar, deseoso de marcharse cuanto antes. No había aprendido a ocultar sus sentimientos, que es el primer paso hacia los modales civilizados”. “Es un hombre débil. Un hombre débil es peor que un mal hombre. Un hombre débil no sabe dónde detenerse. Un hombre débil está indefenso ante sus impulsos, te sigue adondequiera que lo lleves”. “Le faltaba una cualidad que una mujer busca en un hombre, una cualidad de fuerza, de virilidad”. “No estaba hecho para la vida conyugal. No estaba hecho para la compañía de las mujeres”. “Si estaba enamorado, no era de mí, sino de alguna fantasía creada por su cerebro y a la que había puesto mi nombre”. “Era un muchacho a la manera en que un sacerdote siempre es un muchacho hasta que un día, de repente, se convierte en un viejo”. “Ese hombre era incorpóreo. Estaba divorciado de su cuerpo”.

            Martin fue compañero de JMC en la universidad de Ciudad del Cabo. Ambos tienen una visión parecida sobre Sudáfrica que se podría resumir así: aunque hayan nacido en esas tierras ambos se sienten extranjeros, ocupantes de un país que no les pertenece y como tales lo mejor que podrían hacer es marchar a otras tierras más adecuadas para ellos. Es lo que hacen. JMC, por ejemplo, vivirá una temporada en EE UU, luego vuelve a Sudáfrica y, por fin, se instala y muere en Australia. “Nuestra presencia en aquel territorio era legal pero ilegítima. Teníamos un derecho abstracto a estar allí, un derecho de nacimiento, pero la base de ese derecho era fraudulenta. Nuestra presencia se cimentaba en un delito, el de la conquista colonial, perpetuado por el apartheid. Sea cual fuere lo contrario a «nativo» o «arraigado», así nos sentíamos nosotros. Nos considerábamos transeúntes, residentes temporales, y en ese sentido sin hogar, sin patria”.

            También Sophie es una antigua compañera de universidad de JMC, también amante. Se muestra crítica con el biógrafo, le saca los colores por su poco objetivo método de llegar a conclusiones a partir de unas pocas entrevistas. Hablan del apartheid y la posición de JMC ante él. ¿Merece la pena luchar por algo? Coetzee no parecía muy partidario: “Nada merece que se luche por ello porque la lucha solo prolonga el ciclo de agresión y represalia”. Veía África a través de una neblina romántica. “Su filosofía atribuía a los negros el papel de guardianes del ser más auténtico, más profundo y más primitivo de la humanidad”. “Sé que tenía muchos admiradores, no le concedieron el premio Nobel porque sí y, naturalmente, si usted no le considerase un escritor importante, hoy no estaría aquí, haciendo estas averiguaciones. Pero, seamos serios por un momento, en todo el tiempo que estuvimos juntos nunca tuve la sensación de que me encontraba con una persona excepcional, un ser humano excepcional de veras. Sé que es duro decirlo, pero lamentablemente es cierto. Jamás vi que emitiera un destello de luz que iluminara de súbito al mundo”. “No era más que un hombre, un hombre de su tiempo”. ¿Su obra? Carece de ambición. “Demasiado frío, demasiado pulcro, diría yo. Demasiado fácil. Demasiado falto de pasión”.

            Cómo saber si esos personajes son reales o fruto de la imaginación del escritor, si las anécdotas, las frases, los comentarios, las ha pronunciado algún testigo. No hay modo de saber que hay de real y qué de ficción. Podría pensarse que las personas entrevistadas son idealizaciones de personas reales, que podría haber un fondo de verdad. El mismo John Maxwell Coetzee está retratado con tal crudeza que no parece verosímil, tampoco importa mucho. JMC no es un personaje real como no lo era Ulises, el Quijote o Hamlet.  Él como los otros son personajes de una obra de ficción. Porque hay que ver Verano como una pieza literaria y como en todas las obras que se conciben como tales no hay que quedarse en la anécdota, hay que tratar de ver qué hay de universal.

            Los tres temas que gravitan sobre la obra, con la excusa de reunir datos y opiniones sobre JMC, son África y el apartheid, las mujeres y las relaciones con el padre. Es ahí, más allá de la verosimilitud del personaje central, donde el escritor expone los temas que le interesa que sean debatidos. Qué hace un blanco como él, de origen afrikáner, en una tierra que le es ajena. Cómo ven las mujeres a los hombres en esa relación siempre extraña que se establece cuando se forman parejas, ¿están siempre midiéndoles en una escala, blandos, viriles, inválidos para el matrimonio? Qué se traen entre manos un padre y un hijo cuando están juntos, en la soterrada pugna por el poder.


            Por supuesto también se habla de escritura y de arte, pero esa es una reflexión perenne en los escritos de Coetzee. Cómo encajar el lenguaje del arte, tan espiritual, en el arte de los cuerpos. Adriana, la más sensual de los personajes lo ridiculiza porque quiere que haga el amor al ritmo lento de un violín, sin embargo cómo no recordar el poema de Rilke en el que hace vibrar el amor sobre una cuerda. Quizá ese sea el tema mayor del libro, el artista tomado por lo sublime y entregado a ello, incapaz para la vida de los cuerpos.

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