lunes, 3 de febrero de 2014

Velázquez y la familia de Felipe IV



            El paseo por las salas dedicadas al retrato cortesano de los dos últimos reyes Austrias es como pasear por un jardín cerrado, progresivamente abandonado por sus viejos cuidadores. Los rostros y los interiores se repiten pero avejentándose, la pintura gana en densidad cromática pero hacia tonos oscuros y mates, ennegreciéndose.


            Desde la pintura de Inocencio X –aquí en una versión que el pintor se trae de su segundo viaje a Roma y hoy en Londres-, en el inicio de la exposición, junto a los retratos romanos que la acompañan, llenos de color y vida, hasta los últimos retratos de Carlos II o de su madre, en Toledo, ya despojada de su poder de reina regente, en ese cuadro de Carreño en que aparece de monja viuda, los pintores, Velázquez y su discípulos Juan Bautista del Mazo y Juan Carreño de Miranda, van ganando en técnica y densidad pero perdiendo dinamismo y viveza, reflejando fielmente la corte exhausta y endogámica, moribunda y triste de Mariana y Carlos II. 


             Seriedad, estatismo, formalismo, falta de cualquier atisbo de movimiento, la exposición nos muestra la corte, el símbolo de la España extenuada de finales del siglo XVII. Los personajes aparecen aplastados por el formalismo del poder, máscaras humanas, sobrepasados por el papel que les ha tocado en vida. Ni siquiera Velázquez puede insuflarles algo de vida.


            El contraste es brutal con el cuadro de Inocencio X, con esa gama de violetas, rojos y negros, todo lo contrario que una máscara, lleno de vida interior en la inquisición de sus ojos a pesar de los estragos de la edad, en las venillas que surcan las sienes, en el escaso pelo, en la rala barba. También con los retratos infantiles dedicados a las dos primas Margarita y María Teresa, de pequeño formato, enfrentados para mejor mostrar la tensión en los rostros rosados, con diferentes niveles de acabado.

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