martes, 4 de febrero de 2014

Formas Biográficas, en el Reina Sofía


Ed Templeton
        
            Esta expo es un gran contenedor lleno de multitud de objetos: cuadros, papeles pintados, alguna dizque escultura coloreada, muchas fotos la mayoría malas, ideas expuestas casi sin desembalar y mucho texto. Parece como si los comisarios dispusieran de un gran material y ante la dificultad de exponerlo ordenadamente se les ocurriese la idea de que siendo hijos de su padre y de su madre alguna relación habrían de tener con su biografía, biobjetos  o psicobjetos que al mostrarse agrupados produjesen algún tipo de revelación. Entre tanto material hay, cómo no, cosas interesantes pero también mucha mercadería trucada.
           La expo repasa biografías o mitologías biográficas de algunos de aquellos poetas y pintores que, tras el naturalismo académico que cultivaba "la vida y la obra" de artista, se rebelaron contra la ilusión biográfica, primero intentando construir la propia biografía, después convirtiéndola en mitología individual, en el giro que desemboca en el arte moderno, desde el romanticismo al constructivismo, al surrealismo y demás vanguardias del siglo XX. El punto de inflexión lo sitúa la expo en esta frase de Gerard de Nerval, en 1855:
 "...la hora de nuestro nacimiento, el punto de la tierra en que aparecemos, el primer gesto, el nombre, la habitación, y todas esas consagraciones, y todos esos ritos que nos imponen, todo eso establece una serie feliz o fatal de la que el futuro depende por entero". 
           Había, pues, que cambiar el nombre, los datos del registro civil y hasta el orden cronológico del transcurrir vital. Gérard Labrunie devino Gérard de Nerval cuando reparó en un pago familiar, Le clos de Nerval, en Mortefontaine. Nerval se cambió de nombre, pasó por un psiquiátrico y luego se suicidó. Biografía completada. Justo un siglo después, otro que a fuerza de vaciar su biografía acabaría muy mal, Antonin Artaud, escribiría:
"... no me acuerdo de haber nacido en Marsella la noche del 3 al 4 de septiembre de 1896, como dice mi estado civil". 
La casa de la esquina

           Algunos objetos me atrapan y me hacen pensar: es el caso del fragmento teatral de Wielepole, Wielepole, rodado en la casa familiar, destruida durante la guerra, en el pueblo donde nació el autor, Tadeusz Cantor; otros me estimulan, como ese juego de la biografía inventada de Gerard de Nerval, o el cuadro de la casa vienesa de Ludwig Meidtner, que parece el origen de la de Psicosis, La casa de la esquina, de 1913, o las fotografías o psicografías del paseo vienés de Günter Brus en 1965


Günter Brus
o una frase en Espectros de Ibsen, ilustrada por Eduard Munch, sobre las viejas ideas muertas que siguen ahí, en nuestro espíritu, sin lograr deshacernos de ellas, o el Album sobre Paris, de 1850, de Charles Maryan, antes de que el centro de la ciudad fuese destruida por el ampuloso impulso urbano del Segundo Imperio y otras me agobian, se me imponen al deseo de comprender, como las acumulaciones fotográficas del skateboard Ed Templeton. Pero como digo hay mucha morralla y un enorme egotismo de artista, la mayoría sin causa, una especie de prolongación indefinida de la infancia. Muchos artistas contemporáneos se han quedado en la infancia y creen que eso, el modo infantil de ver el mundo es el arte, que de la visión infantil nace el arte. 

Vista de sala de la exposición. Formas biográficas, 2013


            Me he sentido muy incómodo en la sala dedicada a Palestina y sus mártires: instantáneas de interiores palestinos llenos de fotos y recuerdos de los mártires familiares, porque ahí más que en ninguna otra sala he tenido la sensación de falsificación de impostura.

            En fin, una expo que más que una expo es un libro ilustrado con demasiado texto. Aún así me lo tomo en serio. Dedico toda la mañana del sábado a pasearme por las salas, mirando, leyendo, abstraído del entorno, a primera hora casi solo, luego con paseantes casi siempre veloces y de conserjes en exceso curiosos.

            Del resto de las expos del Reina Sofía, qué decir. Nada como no sean improperios de las dos salas dedicadas a Tracey Rose. En la primera, llena de desperdicios y mal olor, una voz de casete repite como una letanía: “No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”. En la segunda, tres pantallas muestran el paseo de la artista y un acompañante disfrazados, una de turista excéntrica tirafotos y el otro de mísero arrastrador de carrito mientras les filman por la Plaza mayor de Madrid y calles adyacentes. Patético después de ver las fotos de Günter Brus, ideal para espectador con buena-mala-conciencia. Los transeúntes desbaratan su impostura con una sola frase: "Cosa de artistas".

Richard Serra
            Incomprensible la de Elly Strick. Varias salas del segundo piso llenos de grandes y medianos cuadros con retratos simulados –apenas se sugieren rostros, rasgos, figuras- llenos de intenso color. Ni un solo estímulo.

            Sólo Richard Serra y sus contundentes bloques de acero corten en una nave abovedada, blanquísima, justo en el momento en que el sol penetra por sus ventanales. Geometrías que convierten la gran sala en un espacio escultórico que me recuerda un interior renacentista florentino. Sobra la conserje, ahora sentada, ahora paseando, interrumpiendo el momento mágico y sobra el significado que Serra quiere dar al asunto: Guernica – Bengasi 1986, estableciendo un paralelismo entre bombardeos, el de la guerra civil y el americano de la ciudad Libia todavía en tiempos de Gadafi.

                       


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