Tarde de
atmósferas en la sala de conciertos. Pétalos y espectros de rosa, primero,
inundados por el romanticismo de mediados del XIX, con la Julieta de Gounod en “Ah!
Je veux vivre”, la Pavana
para una infanta difunta, de Ravel, lenta y ligera como una oración, tanto
que el público, paralizado, ha tardado en reaccionar al final de la obra, o El
espectro de la rosa de Berlioz, donde el romanticismo enfermo ha tomado la
sala. Después una breve selección de Carmen, con Micaela de
protagonista, todo suave, el canto como un susurro, para no ahuyentar las
húmedas sombras, que acompañan desde hace días a la ciudad, y con una sorpresa
inesperada en Les filles de Cadix, de Delibes, cuando el joven director
corso, J.C. Spinosi, se ha atrevido a cantar unos compases con la soprano. Una
soprano, Adriana Kucerová que no ha aparecido como esperábamos habillée
a lo Audrey Hepburn del programa de mano sino con una larga túnica asalmonada
premamá.
En esta soirée
francesa, la segunda parte ha estado dominada por los dos grandes, El
preludio a la siesta de un fauno, con el protagonismo de la madera y
de las arpas, quizá excesivamente lento para mi gusto, La valse, de
Ravel, y la apoteosis, el Bolero, donde Spinosi ha echado el resto,
mostrando el showman que lleva dentro: ha convertido la batuta en banderilla,
la chaqueta en chaquetilla recogida en el esternón y por fin, con ella en la
mano, casi descamisado, ha acabado dando pases a un toro imaginario. En fin, el
Bolero siempre rinde.
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