lunes, 17 de febrero de 2014

Pussy Riot – A Punk Prayer



            Si veo Pussy Riot – A Punk Prayer no es porque tenga especial interés en la película o en el grupo punk ruso. La música no me resulta atractiva y su estética es manifiestamente mejorable, incluso desde los cánones del punk. Las performances en el museo de biología moscovita o en la  Catedral de Cristo Salvador de Moscú desprenden un aire antiguo, aunque no sé si lo es tanto para la Rusia posterior al deshielo comunista. En la banda sonora, apenas se escuchan un par de canciones de las Pussy Riot, una que hacen sonar machaconamente y otra para cerrar la peli. Yo diría que los 90 minutos son una anécdota estirada, esa performance en la catedral y sus consecuencias: la detención, las manifestaciones nada masivas a favor o en contra de punkis u ortodoxos, entrevistas con familiares, la vista, el juicio y la apelación.

            Qué me llama la atención, entonces. Hay algo que me fascina, que me fascinó desde la primera imagen fotográfica, que he seguido después en algunos videos y cuyo rastro he buscado en este documental. Nadezhda Tolokonnikova, Nadia en la peli. Me fascina no por su hermosura, es muy guapa quién lo va a poner en cuestión, a pesar de su labio leporino en el que no me había fijado hasta ver la peli. Hay objetos, paisajes, personas que aparecen, vistos quizá desde algún ángulo de luz o desde determinado punto de vista inadvertido, que parecen envueltos en el misterio, que resultan enigmáticos, difíciles de fijar en nuestro cuadro de convenciones. Aunque quizá eso no basta para quedar prendado de la extrañeza, hace falta un elemento de familiaridad. Es el elemento familiar el que convierte lo extraño en fascinante.

            En el documental ella es la protagonista, la cámara la busca, se recrea en su busto o en su rostro, se queda quieta cuando habla, pendiente de su inexpresividad, desatenta a sus insignificantes palabras, admirada de su imperturbabilidad. Nadia se sabe protagonista, la única protagonista porque sus dos compañeras son más insignificantes aún que las palabras que salen de su boca, feliz por acaparar la atención mundial, pero libre de emociones. Hay un momento en el documental en que le comunican que el grupo es portada de los medios internacionales: es fascinante su inmutabilidad, su inexpresividad, incluso cuando ríe porque sus compañeras ríen lo hace sin cambios notables en la superficie de su rostro como si reír fuese algo mecánico.

            Creo adivinar de dónde surge mi fascinación por Nadezhda Tolokonnikova, de su semejanza con alguna persona que se ha cruzado en mi vida, con quienes de similar personalidad he visto ascender en la vida pública, por el rastro que ese tipo de personas van dejando, sorprendido por haber caído en la red invisible que tejen a su alrededor, dueñas de la fascinación que provocan, hábiles para transformarla en poder, consciente o inconscientemente: seducción y frialdad, dominio y distancia, dominadores de la emoción ajena a la paradoja de su falta de empatía.


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