“Mi régimen diario de drogas incluía noventa miligramos de morfina, para el dolor; cuarenta miligramos de oxicodona, por si acaso; una docena de Soma, para relajar mis músculos; ocho miligramos de Xanax, para la ansiedad; veinte miligramos de Klonopin, porque era un nombre que daba la idea de que se trataba de algo fuerte; treinta miligramos de Ambien, para el insomnio; veinte qualuuds, porque me gustaban los qualuuds; un gramo o dos de coca, para compensar; veinte miligramos de Prozac, para la depresión; diez miligramos de Paxil, para los ataques de pánico; ocho miligramos de Zofran, para las náuseas; doscientos miligramos de Fiorinal, para las migrañas; ochenta miligramos de Valium, para relajar mis nervios; dos cucharadas colmadas de Senokot, contra la constipación; veinte miligramos de Salagen, para la sequedad de boca, y medio litro de escocés Macallan de pura malta, para pasar todo lo demás”.
Me ha
pasado algo curioso con esta novela autobiográfica, la cogí con la punta de los
dedos con el desprecio que el marisabidillo guarda para los productos
populares, con la intención de leer unas cuántas páginas antes de ver la peli
de Scorsesse y lanzarlo al cabo a la basura, pero me he enganchado de tal
manera, dejando de lado mis obligaciones como corregir exámenes, devolver
llamadas, solucionar problemas urgentes y leer un par de obras del propio Coetzee, que he tenido
la impresión de que actuaba en mi cerebro alguna de esas combinaciones
energéticas con las que se atiborra el prota.
Desde Papillon,
y antes desde El Lazarillo de Tormes, no leía a nadie con tanta gracia
contando sus trapacerías, sus delitos, a nadie con menos voluntad de enmienda y
con mayor deseo, si la ley se lo permitiese de volver a hacer lo mismo por lo
que se le condenó, a pesar de sus falsas confesiones de arrepentimiento.
Porque no
sólo su protagonista es la imagen decantada de la espuma de estos días, también
del género novela en el tiempo presente: ¿Tiene sentido escribir fuera de la
realidad?, ¿acaso la imaginación puede escribir algo mejor? Sólo banales
distracciones. Lenguaje directo como un chute, conciso como un puñetazo en la
boca del estómago o como una descarga en el centro del cerebro. La atracción
del mal disfrazada de éxito y vida. Sympathy for the Devil es lo que el
prota escucha en uno de sus momentos de inducción a la locura. Jordan Belfort
no escribe peor que Emmanuel Carrère, por ejemplo, y sí mejor que algunos
premios nobel si la horma es el espíritu del tiempo, algo que ningún crítico le
va a reconocer, con la salvedad de su monumental ego más grande y alto que la Burj Khalifa ,
algo de todos modos necesario para la construcción de su personaje. Estoy
convencido de que ningún novelista profesional me hubiera dado a conocer ese
mundo tan extraño y sin embargo tan real, tampoco ningún sociólogo o
economista, y ya puestos ningún psiquiatra, donde ha vivido Jordan Belfort.
No he
encontrado ningún personaje novelesco –él mismo asegura que su vida ha sido
como la que se vive en las novelas- que simbolice mejor el espíritu de nuestra
época que el lobo de Wall Street. Euforia y velocidad, consumismo y droga,
derroche y lujo, egotismo y autodestrucción, retórica y vacío. La vida como una
candela incandescente en perpetua consunción.
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