martes, 18 de febrero de 2014

El lobo de Wall Street, de Jordan Belfort


           Cómo no convertir en héroe a este personaje que es capaz de fundar de la nada una de las sociedades de bolsa más importantes del momento, de hacer ganar a sus corredores medio millón, un millón, millón y medio de dólares al mes, cómo no encariñarse con un personaje que se toma la vida con tal pasión, que deja a su bella mujer a los veinticinco años por considerarla una antigualla para casarse con una modelo mucho más joven, que viaja en una limusina de las más largas, con chófer, que tiene a su disposición su propio learjet, que en los hoteles su asistente siempre le reserva la suite presidencial o contrata para una noche una o dos fichas azules –prostitutas de a mil dólares- o le consigue veinte pastillas de qualuuds –metacualona-, cómo no admirar a alguien cuya forma de enriquecerse es saltarse las directivas de la SEC, la sociedad reguladora de la bolsa, que conoce todas las artimañas para infringir la ley, que sabe cuáles son los contactos adecuados para blanquear su enorme cantidad de ganancias en Suiza o en Las Islas Vírgenes, en cuentas numeradas o con testaferros dispuestos a jugarse la libertad por él, cómo no sentir un estremecimiento de emoción por la manera de tratar a sus enemigos y especialmente a sus amigos pensando cómo destruirlos, servirse o aprovecharse de ellos mientras les habla con la voz de hombre rudo y franco, cómo no dilatar las pupilas al máximo cuando dice amar a sus más íntimos, su mujer, su hijita, su padre, su suegra, su tía, mientras maquina cómo pueden ayudarlo a sacar el dinero del país, cómo no envidiar a alguien que maneja tal cantidad de dinero para comprar almas, para ponerlas a su servicio, para salvar obstáculos para mantenerse en la cima o para tirarlo simplemente en los antojos más estrafalarios, cómo no ir saltando páginas y más páginas esperando más emociones de este hombre qué escribe con tal presteza e ironía, que describe con tanta facilidad cómo hacerse rico estafando a sus cliente y defraudando al Estado, urdiendo operaciones para hundir a sus enemigos o competidores como lo hacen los detectives más descuidados pero sabiendo que esto es verdad, que ha ocurrido, cómo no admirar a alguien que además de ser una mala bestia de las finanzas ilegales escribe tan bien como el mejor escritor de novela negra, y que además lo que cuenta es la pura realidad, un pícaro de nuestro tiempo que produce admiración y lástima, envidia y desprecio, comprensión por lo que dice y hace y deseo de que lo encierren de por vida cuando empieza a contar las consecuencias de ese tipo de vida: violencia contra su querida mujer, delante de su queridísima hija, intento de suicidio con sobredosis de morfina, cárcel, psiquiátrico y centro de rehabilitación, cuando este hombre que dice controlarlo todo, creyéndose invulnerable, piensa que al igual que puede saltarse leyes y ordenanzas de bolsa, controles de velocidad y fronteras, también puede saltarse las leyes de la vida y se atiborra hasta convertirse en un hombre desquiciado:
            “Mi régimen diario de drogas incluía noventa miligramos de morfina, para el dolor; cuarenta miligramos de oxicodona, por si acaso; una docena de Soma, para relajar mis músculos; ocho miligramos de Xanax, para la ansiedad; veinte miligramos de Klonopin, porque era un nombre que daba la idea de que se trataba de algo fuerte; treinta miligramos de Ambien, para el insomnio; veinte qualuuds, porque me gustaban los qualuuds; un gramo o dos de coca, para compensar; veinte miligramos de Prozac, para la depresión; diez miligramos de Paxil, para los ataques de pánico; ocho miligramos de Zofran, para las náuseas; doscientos miligramos de Fiorinal, para las migrañas; ochenta miligramos de Valium, para relajar mis nervios; dos cucharadas colmadas de Senokot, contra la constipación; veinte miligramos de Salagen, para la sequedad de boca, y medio litro de escocés Macallan de pura malta, para pasar todo lo demás”. 
            Me ha pasado algo curioso con esta novela autobiográfica, la cogí con la punta de los dedos con el desprecio que el marisabidillo guarda para los productos populares, con la intención de leer unas cuántas páginas antes de ver la peli de Scorsesse y lanzarlo al cabo a la basura, pero me he enganchado de tal manera, dejando de lado mis obligaciones como corregir exámenes, devolver llamadas, solucionar problemas urgentes y leer un par de obras del propio Coetzee, que he tenido la impresión de que actuaba en mi cerebro alguna de esas combinaciones energéticas con las que se atiborra el prota.


            Desde Papillon, y antes desde El Lazarillo de Tormes, no leía a nadie con tanta gracia contando sus trapacerías, sus delitos, a nadie con menos voluntad de enmienda y con mayor deseo, si la ley se lo permitiese de volver a hacer lo mismo por lo que se le condenó, a pesar de sus falsas confesiones de arrepentimiento.
            Porque no sólo su protagonista es la imagen decantada de la espuma de estos días, también del género novela en el tiempo presente: ¿Tiene sentido escribir fuera de la realidad?, ¿acaso la imaginación puede escribir algo mejor? Sólo banales distracciones. Lenguaje directo como un chute, conciso como un puñetazo en la boca del estómago o como una descarga en el centro del cerebro. La atracción del mal disfrazada de éxito y vida. Sympathy for the Devil es lo que el prota escucha en uno de sus momentos de inducción a la locura. Jordan Belfort no escribe peor que Emmanuel Carrère, por ejemplo, y sí mejor que algunos premios nobel si la horma es el espíritu del tiempo, algo que ningún crítico le va a reconocer, con la salvedad de su monumental ego más grande y alto que la Burj Khalifa, algo de todos modos necesario para la construcción de su personaje. Estoy convencido de que ningún novelista profesional me hubiera dado a conocer ese mundo tan extraño y sin embargo tan real, tampoco ningún sociólogo o economista, y ya puestos ningún psiquiatra, donde ha vivido Jordan Belfort.


            No he encontrado ningún personaje novelesco –él mismo asegura que su vida ha sido como la que se vive en las novelas- que simbolice mejor el espíritu de nuestra época que el lobo de Wall Street. Euforia y velocidad, consumismo y droga, derroche y lujo, egotismo y autodestrucción, retórica y vacío. La vida como una candela incandescente en perpetua consunción. 


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