No siempre muchos sirven mejor
una idea que pocos. Eso debió pensar Carl Friedrich Ebers en 1830 cuando adaptó
la sinfonía nº 5 de Beethoven para un conjunto de cinco instrumentos de cuerda. También
lo hizo para un septeto. Ebers, un estricto contemporáneo del genio de Bonn,
pues ambos nacieron en 1770, fue músico como él, no se cansó de componer, pero
no ha conseguido salir del olvido, como no sea por alguna de sus adaptaciones
para cámara como ésta de la quinta o la conversión del quinteto de clarinete de
Weber en sonata para piano, lo que hizo que éste cogiera un enorme cabreo. Quizá
la vida aventurera de Ebers, perteneció a una banda de música de artillería y luego de
una compañía de cómicos ambulantes, no le permitió concentrarse en la composición,
ni en nada provechoso, pues murió en la miseria.
En un principio podría parecer
una tomadura de pelo reducir la gran orquesta a sólo dos violines, dos violas y
un cello. ¿Dónde queda la gama cromática de los diversos timbres?, ¿dónde el
contraste entre maderas y cuerda o entre cuerdas y metal?, ¿dónde los
timbales?, ¿dónde la fuerza expresiva que sólo la gran orquesta puede transmitir
con su contraste entre el piano y el forte, con su progresivo impulso hacia el éxtasis
o su lenta caída hacia el abismo? Y sin embargo, quizá gracias a Ebers, quizá
gracias a los miembros del Wiener Kammerssymphonie, el caso es que escuchando esta adaptación no he tenido la impresión de que le faltase algo, de que no
trasmitiese el pathos romántico, de
que aquello que estaba escuchando no fuese la genial obra que todo el mundo
conoce.
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