martes, 25 de febrero de 2014

Infancia, de J.M. Coetzee


            Con el punto de vista a la altura de los ojos de un niño, aunque no la escritura, sabia, bien medida y ritmada, en tercera persona, el narrador va avanzando por los años de la infancia, un territorio extraño donde muchos chicos y hombres aparecen como enemigos y donde la presencia y la expresión ante ellos produce continua vergüenza, un mundo donde las sensaciones están a flor de piel y los sentimientos se están formando, el amor incondicional por la madre, aunque a veces se le haga sufrir por la necesidad de ir afirmándose y diferenciándose, un odio o desprecio por el padre, del que se tarda en saber el motivo, quizá un odio abstracto, de quien no gusta el olor, la presencia, la actitud ante la vida, lo que hace que se sienta a gusto con la rama de la familia materna e incómodo con la del padre. Un mundo en el que a fuerza de sentirse extraño opta por escoger identidades que aíslan, como declararse católico frente a los mayoritarios afrikáner, compañero de los denostados judíos, con la conciencia de ser diferente, de tener secretos que no se pueden confesar, de tener pánico de los niños o jóvenes afrikáner a los que se ve más fuertes y malvados, aunque él mismo y su familia no sean ingleses. Recuerdos de cuando la madre dejó de mostrarle el pecho blanco, de la primera bicicleta, de cómo un niño negro que había venido como criado a casa le enseñó a montarla y luego huyó, antes de ser encontrado por la policía y de ser azotado por el señor Trevelyan, que entonces vivía en la casa, del juego del cricket, del primer destello sexual, una atracción por las piernas de los chicos rubios.

            El narrador asegura que tiene dos madres, la propia y la granja de Voélfontein, a la que él se siente pertenecer, dos madres y ningún padre. Si pudiera elegir padre elegiría a su tío Son, el hermano de su padre a quien admira por sus habilidades para llevar los asuntos de la granja, para tratar con los empleados negros, que no deben tocar las armas de fuego, con la gente que viene a esquilar las ovejas cada primavera, para castrar a los corderos o para matar a una oveja cada viernes. Entonces las ovejas hacían ricos a los granjeros porque los japoneses pagaban muy bien la lana, lo que echó  perder el resto de la ganadería y la huerta. De vez en cuando viene Agnes, que siempre va descalza por el veld, con quien tan bien se entiende, a quien le explica todo lo que le pasa y sabe pero de quien no puede enamorarse porque es su prima. Le gusta salir a cazar con su padre y Freek, uno de los empleados negros del tío Son, pero no le gusta cuando cazan por la noche encendiendo las luces de repente, sorprendiendo de ese modo a un antílope y disparándole, le parece vergonzoso. La granja perteneció al abuelo Coetzee, que está enterrado bajo una lápida blanca en el cementerio que está donde la carretera se bifurca hacia Merweville y hacia Fraserburg, pero se la quedó el tío Son  a cambio de algo de dinero para el resto de los hermanos. El narrador sabe que la granja es el mejor lugar del mundo, pero que nunca le pertenecerá. Y las muchas lecturas, ¿por qué P. C. Wren no es mejor que Shakespeare?

            Recuerdos. Recuerdos infantiles, de cómo veía el mundo un niño. Un mundo de contrastes: protestantes y católicos, afrikaners e ingleses con los negros al fondo, la familia del padre, que se besaban cuando se encontraban, y la familia de la madre, que no se besaban nunca, la granja de Voélfontain, del abuelo que quería ser granjero y señor, y los hijos del hosco predicador, un Du Biel de Pomerania, que llegó a escribir un libro aburrido cuyos ejemplares sin vender atesoraba tía Annie, el Worcester de sus primeros años y La Ciudad del Cabo cuando estaba a punto de dejar la infancia, el colegio infantil en el que destacaba sin esfuerzo y el de Saint Joseph's de los maristas. Una falange de su hermano machacada en una trituradora de maíz. Un niño del colegio de Saint Joseph, Oliver Matter, con quien competía por ser el primero, que muere de leucemia. Y sobre todo, la madre y el padre. La madre que le ama pero que también le juzga, que carga sobre sus espaldas la ruina de la familia cuando el padre fracasa como abogado porque gasta el dinero que no tiene y porque bebe con la gente a la que quiere agradar. La inseguridad, la desazón sobre sí mismo. Han enterrado a la tía Annie, justo después de que su padre firmase los papeles en que se reconocía su ruina, 
“Ahora la tía Annie yace bajo la lluvia esperando a que alguien encuentre tiempo para enterrarla. Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?” 
            Leo esta primera entrega de las memorias de J.M. Coetzee, después de haber leído dos veces, Verano, obra maestra, en la que narra la tercera etapa de su vida y en la que la relación con ese padre al que detesta, vuelve a recuperar el protagonismo que tan presente está en Infancia.

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