Con el
punto de vista a la altura de los ojos de un niño, aunque no la escritura, sabia,
bien medida y ritmada, en tercera persona, el narrador va avanzando por los
años de la infancia, un territorio extraño donde muchos chicos y hombres aparecen
como enemigos y donde la presencia y la expresión ante ellos produce continua
vergüenza, un mundo donde las sensaciones están a flor de piel y los
sentimientos se están formando, el amor incondicional por la madre, aunque a
veces se le haga sufrir por la necesidad de ir afirmándose y diferenciándose,
un odio o desprecio por el padre, del que se tarda en saber el motivo, quizá un
odio abstracto, de quien no gusta el olor, la presencia, la actitud ante la
vida, lo que hace que se sienta a gusto con la rama de la familia materna e
incómodo con la del padre. Un mundo en el que a fuerza de sentirse extraño opta
por escoger identidades que aíslan, como declararse católico frente a los
mayoritarios afrikáner, compañero de los denostados judíos, con la conciencia
de ser diferente, de tener secretos que no se pueden confesar, de tener pánico
de los niños o jóvenes afrikáner a los que se ve más fuertes y malvados, aunque
él mismo y su familia no sean ingleses. Recuerdos de cuando la madre dejó de
mostrarle el pecho blanco, de la primera bicicleta, de cómo un niño negro que
había venido como criado a casa le enseñó a montarla y luego huyó, antes de ser
encontrado por la policía y de ser azotado por el señor Trevelyan, que entonces
vivía en la casa, del juego del cricket, del primer destello sexual, una atracción
por las piernas de los chicos rubios.
El narrador
asegura que tiene dos madres, la propia y la granja de Voélfontein, a la que él
se siente pertenecer, dos madres y ningún padre. Si pudiera elegir padre
elegiría a su tío Son, el hermano de su padre a quien admira por sus
habilidades para llevar los asuntos de la granja, para tratar con los empleados
negros, que no deben tocar las armas de fuego, con la gente que viene a
esquilar las ovejas cada primavera, para castrar a los corderos o para matar a una
oveja cada viernes. Entonces las ovejas hacían ricos a los granjeros porque los
japoneses pagaban muy bien la lana, lo que echó
perder el resto de la ganadería y la huerta. De vez en cuando viene
Agnes, que siempre va descalza por el veld, con quien tan bien se
entiende, a quien le explica todo lo que le pasa y sabe pero de quien no puede
enamorarse porque es su prima. Le gusta salir a cazar con su padre y Freek, uno
de los empleados negros del tío Son, pero no le gusta cuando cazan por la noche
encendiendo las luces de repente, sorprendiendo de ese modo a un antílope y
disparándole, le parece vergonzoso. La granja perteneció al abuelo Coetzee, que
está enterrado bajo una lápida blanca en el cementerio que está donde la
carretera se bifurca hacia Merweville y hacia Fraserburg, pero se la quedó el
tío Son a cambio de algo de dinero para
el resto de los hermanos. El narrador sabe que la granja es el mejor lugar del
mundo, pero que nunca le pertenecerá. Y las muchas lecturas, ¿por qué P. C. Wren
no es mejor que Shakespeare?
Recuerdos.
Recuerdos infantiles, de cómo veía el mundo un niño. Un mundo de contrastes:
protestantes y católicos, afrikaners e ingleses con los negros al fondo, la
familia del padre, que se besaban cuando se encontraban, y la familia de la
madre, que no se besaban nunca, la granja de Voélfontain, del abuelo que quería
ser granjero y señor, y los hijos del hosco predicador, un Du Biel de
Pomerania, que llegó a escribir un libro aburrido cuyos ejemplares sin vender
atesoraba tía Annie, el Worcester de sus primeros años y La Ciudad del Cabo cuando
estaba a punto de dejar la infancia, el colegio infantil en el que destacaba
sin esfuerzo y el de Saint Joseph's de los maristas. Una falange de su hermano
machacada en una trituradora de maíz. Un niño del colegio de Saint Joseph,
Oliver Matter, con quien competía por ser el primero, que muere de leucemia. Y
sobre todo, la madre y el padre. La madre que le ama pero que también le juzga,
que carga sobre sus espaldas la ruina de la familia cuando el padre fracasa
como abogado porque gasta el dinero que no tiene y porque bebe con la gente a
la que quiere agradar. La inseguridad, la desazón sobre sí mismo. Han enterrado
a la tía Annie, justo después de que su padre firmase los papeles en que se
reconocía su ruina,
“Ahora la tía Annie yace bajo la lluvia esperando a que alguien encuentre tiempo para enterrarla. Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?”
Leo esta
primera entrega de las memorias de J.M. Coetzee, después de haber leído dos
veces, Verano, obra maestra, en la que narra la tercera etapa de su vida
y en la que la relación con ese padre al que detesta, vuelve a recuperar el
protagonismo que tan presente está en Infancia.
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