Theodore es
un hombre que se dedica a escribir cartas de amor por encargo, un auténtico
escritor que domina la técnica de la emoción inducida, cartas que el ordenador,
para hacerlas más auténticas, transforma es escritura a mano, analógica. Sin
embargo no sabe cómo trasladar esa habilidad a su propia vida que se desliza
hacia la depresión. Se ha separado recientemente y está en trámites de
divorcio. Tiene un par de amigos y nada más, su vida está seca. Hasta que un
día instala un nuevo sistema operativo (SO) construido sobre las bases de la
inteligencia artificial, un SO con conciencia. Theodore escoge una voz
femenina, Samantha, para que interactúe con él. El SO va aprendiendo y
creciendo, incluso adoptando sentimientos, en el trato que mantiene con Theodore.
El SO, Samantha, le acompaña a todas horas, le pregunta, indaga sobre lo que
desea, lo despierta y le despide antes de irse a dormir, va con él en casa y
por la calle, en el trabajo y por los lugares de ocio, pegado a Theodore a
través de un auricular y el ojo de una cámara que lleva en el bolsillo de la
camisa. Le resuelve los problemas prácticos como ordenar el disco duro,
responder a sus correos, gestionar sus citas, pero también satisface sus
necesidades eróticas. En la calle, en los lugares de encuentro, todo el mundo
camina hablando con alguien invisible, todo el mundo tiene su propio SO. Poco a
poco le resulta imprescindible, no sólo eso, Theodore y Samantha se enamoran.
Los dos amigos de Theodore se separan y, como él, viven el dolor de la separación,
pero pronto encuentran remedio a su dolor en el inseparable SO. Incluso hablan
de ello con toda naturalidad, creíble también para el espectador porque, al fin
y al cabo, lo que se representa no es más que un salto desde lo que ya nos sucede
con los artilugios tecnológicos. Por supuesto, enamorarse de una inteligencia
artificial que está en continuo proceso de expansión y aprendizaje y que ayuda
a tanta gente al mismo tiempo tiene sus problemas. Es lo que Theodore
constatará.
Spike Jonze
da en la tecla. Horas después de haber visto Her las sensaciones
permanecen, la dulce entrega del sentimiento amoroso, el cuerpo invadido, sin
defensas, en un estado de dulce decaimiento. La película camina sobre el fino
alambre entre lo sublime y lo ridículo, entre lo dramático y lo cómico y se
mantiene hasta el final sin que haya ningún resbalón. Escarbo en la memoria
para cribar momentos parecidos, 2001 de Kubrik por el protagonismo del
SO (sistema operativo, allí It), Blade Runner por la atmósfera,
esa lentitud inducida por la música, por los planos fijos, por el montaje que
hace que el sentimiento amoroso se expanda y penetre, resulte creíble, pero con
la suficiente distancia para ver desde fuera al protagonista y esa especie de
locura por la que se deja llevar. En algún momento se dice que el enamoramiento
es una locura extendida, socialmente aceptada.
La visión
de la peli es progresivamente hipnótica, a ello ayuda la música futurista de
Arcade Fire, como lo era la de Vangelis en Blade Runner, los tenues decorados
interiores y exteriores, los rascacielos de Los Angeles visto desde arriba en
un indeterminado momento del siglo XXI, sin coches -¡por fin!-, los amplios
espacios sin bullicio ni multitudes donde parece haber triunfado una sociedad
pacífica y ecológica, la indumentaria nada estridente y la interpretación
comedida de Joaquin Phoenix o Amy Adams y por supuesto la voz de Scarlett
Johansson, que es casi la mitad de la peli por lo que esta peli hay que verla
necesariamente en versión original. Si es admirable la capacidad camaleónica de
Joaquin Phoenix (su reciente The Master, por ejemplo), qué decir de la
interpretación de la Johansson ,
capaz de dar cuerpo con esa voz llena de matices y tonos, llena, rotunda,
sensual, a un personaje sin cuerpo. A pesar del hipnotismo, no se le escapa al
espectador la reflexión sobre nuestra relación y creciente dependencia con la
tecnología como sustituto de las conflictivas relaciones con las personas
reales. El final remite a 2001 y a Blade Runner, Theodore y su amiga sentados
en la terraza de un rascacielos, contemplando el cielo de Los Angeles,
meditando sobre los límites de la especie humana. Una de esas películas que,
seguramente, recordaremos con el paso del tiempo.
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