La música que
realmente me gusta es la de cámara. Uno, dos, cinco, seis intérpretes sobre el
escenario. Poco público, la mitad o dos tercios de la sala pequeña. Acústica
perfecta, público respetuoso. Dos obras no muy conocidas, Erwin Schulhoff: Sexteto de cuerda, WV70, Dimitri
Shostakovich: Quinteto con piano en Sol menor, op. 57. Bueno, sí la de Shostakovich,
en realidad, una de sus obras magistrales. El banquete perfecto para una tarde
de sábado. Pero las cosas no son como uno las planea.
En primera
fila, a metro y medio del escenario, justo debajo de los dos violines, las dos
violas y los dos cellos, dos padres y dos madres, treintañeros, y sus niños,
tres niños y dos niñas, con sus vestiditos encantadores, sus coletitas, sus
ricitos, entre los dos y los tres años, quizá cuatro, dispuestos a escuchar el sexteto
de Schulhoff, que quizá siga una tendencia neoclasicista, digamos ecléctica, sí,
pero ¿para niños de entre dos y cuatro años? El Allegro risoluto lo
aguantaron más o menos, pero en el Andante tranquilo el niño más
pequeño, en brazos de la madre, competía con los chelos con sus pedorretas, en
el Allegro Molto la cuerda animosa pudo imponerse a los
ruidos de la merienda que uno de los padres iba sacando de una bolsa: los briks
de melocotón y naranja, las napolitanas y el hojaldre, pero en el Adagio
final la cosa se desmandó, las niñas con la merienda en la mano iban de
padre a madre y de madre a padre, protestando, corriendo, mientras los músicos
se esforzaban en hacerse con el silencio hacia el que discurre el adagio.
En el descanso
dos o tres personas del staff tuvieron que convencer a los padres de que la
primera fila no era el lugar más adecuado para esos niños. Shostakovich, que
está en los cielos, agradeció al quinteto Isadora y a Javier Perianes un más
que notable Quinteto. Sin niños.
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